Es cierto: Frederick Kiesler fue una figura menor de la arquitectura del siglo XX. Pero, como escribe José Luis Luque en esta ejemplar biografía del controvertido personaje, son precisamente las figuras menores las que dan el tono de la época. Nacido en 1890 en la remota Bucovina que entonces formaba parte del Imperio Austrohúngaro y hoy es Rumanía, Friedrich Jacob Kiesler fue un judío asimilado, hijo del magistrado jefe de Viena, ciudad en la que se formó con Adolf Loos y pasó la mayor parte de una juventud marcada por lecturas diversas, que no en vano incluyeron Los últimos días de la humanidad de Karl Kraus o la Decadencia de Occidente de Oswald Spengler, escritos crepusculares que Kiesler contrapesó con otros títulos más luminosos, como la Metamorfosis de las plantas de Goethe, ese texto que, de Sullivan a Wright o de Steiner a Taut, tanto influyó en la arquitectura. Los libros de Kraus y Spengler, entre otros, le convencieron de la necesidad de renovar la cultura, creando un ‘mundo íntegro’ a partir de la fusión de la vida y el arte; el de Goethe le hizo creer que la naturaleza podía inspirar las formas de la arquitectura.
Estos dos temas —vida y naturaleza— fueron los hilos conductores de la obra de Kiesler, más allá de los lenguajes disímiles con que la construyó, o de la imagen superficial que hasta ahora la historiografía nos había transmitido: la del outsider enano —medía 1,45 metros y se vestía en tiendas de ropa para niños—, autor de las formas ejemplarmente neoplásticas de la City in the Space (1925), pero también de las cavernas uterinas de la Endless House (1950), aquel huevo surrealista que resultaba tan incomprensible para los funcionalistas rigurosos.
Así las cosas, el reto principal de una biografía del multifacético personaje (que, además de arquitecto, fue pintor, escultor, tipógrafo y poeta) es, precisamente, explicar las coherencia de su obra. Luque lo consigue, sobre todo, mediante la exégesis de los escritos del artista acerca del espacio curvilíneo o la ‘tensión continua’, y con el análisis detallado de sus proyectos europeos y neoyorquinos, especialmente las escenografías y teatros, verdaderas
Gesamtkunstwerke donde Kiesler investigó la relación del cuerpo con el espacio, apostando por despojar al arte de su condición de objeto para diluirlo en happenings y atmósferas, ambición que, en cierto sentido, ya se estaba cumpliendo cuando Kiesler murió en 1965, arropado por sus innumerables amigos artistas.