Aunque nunca hubieran visto un elefante, los sabios medievales conocían las palabras con las que lo describía Plinio, y se atrevían a dibujarlo primero y a incluirlo después en libros de imágenes que, por amor a lo enciclopédico, llamaron bestiarios. Una suerte de bestiario hecho no de animales, sino de edificios de papel es este libro compilado, cual pacientes monjes de scriptorium, por Sam Lubell and Greg Goldin, dos especialistas en centones y florilegios visuales de arquitectura cuyo último proyecto, tras otros más dudosos dedicados a la arquitectura de hormigón o a las casas de las «personas más creativas del mundo», ha consistido en agavillar trescientos proyectos del siglo xx que, por motivos diferentes, nunca llegaron a construirse.
De entrada, el libro produce admiración. No la que se deriva de un trabajo llamado a hacer eco durante un tiempo en nuestras cabezas, sino la admiración por la búsqueda minuciosa y criba tenaz que sabe desarrollar cualquier buen compilador, y que en este caso, aunque no haga mucho eco mental, sí tiene la virtud de entretener al ojo, pues el atlas que proponen los autores, como cualquier atlas, se construye con imágenes: una, dos, a veces tres, por cada proyecto. También se construye con palabras, si bien la falta de espacio debida a la hipertrofia visual ha hecho que la glosa no consista más que en una breve descripción de las vicisitudes del proyecto, incluida la razón por la que nunca pasó del papel.
Pero en la admiración por este coleccionismo de iconos también hay algo de disgusto, pues uno se pregunta si el modo de ordenar este atlas —la clasificación por continentes y países— es el más pertinente y ambicioso para un libro con tan buen tema de partida. La geografía es un criterio como cualquier otro, pero es probable que conceptos como el tipo, el contexto inmediato o las razones del fracaso habrían sido más fecundos a la hora de hacer de este volumen menos un atlas para hojear que una enciclopedia para pensar con los ojos. En el despliegue fastuoso de imágenes no deja de advertirse cierta pereza intelectual, cierta premura, cierto eco del «preferiría no hacerlo», que se traduce a la postre en la falta de jerarquía en los proyectos y en las redundancias y desproporciones con que muchas veces se ilustran.
Si la admiración entreverada de disgusto es la doble nota emocional de la que da cuenta del libro, la otra sería tal vez la melancolía. Le melancolía por el esfuerzo derrochado en tantos proyectos que nunca rompieron su caparazón de papel y en el que tantos arquitectos proyectaron sus inquietudes del momento. Rascacielos en los Alpes, ciudades orbitantes más allá de la atmósfera terrestre, pirámides espejadas y no menores que las de Guiza, metrópolis de plantas pitagóricas, descalabros formales en centros históricos, santuarios de expresionistas vidrios de colores, teatros cavernarios, urbes para morlocks bajo el Sena, torres de comunicaciones propiciadoras del deseo, bloques con forma de espirales de ADN, babeles colonizadas de flora tropical, el Bagdad de Las mil y una noches clonado en una pradera de Illinois… La lista es tan larga y arbitraria como la de la famosa enciclopedia china que inventó Borges; una lista que, como decíamos, no solo da cuenta con melancolía del esfuerzo vano, sino también de cómo esas arquitecturas que se quedan en el dibujo, queriéndolo a veces y otras sin quererlo, acaban tomando la condición imprevista o prevista de utopías. Utopías que algunas veces (pocas) son la semilla de grandes proyectos futuros (el rascacielos de vidrio pergeñado por Mies en 1921), otras son valiosas arquitecturas en sí mismas (almas sin cuerpo como los bellísimos proyectos de un Taut, un Tange o, entre los nuestros, un Bofill o un Fernández Alba) y otras veces, la mayor parte, son quimeras de megalomanía que recogen los errores de una época y al cabo dan la razón a quienes decidieron no construirlas.