Jack Kerouac, montado en Cadillacs y Dodges, recorría Estados Unidos de Este a Oeste y de Norte a Sur antes de la década de 1950. Estos viajes dieron lugar a On the Road, donde afirmaba que «el anonimato en el mundo de los hombres es mejor que la fama en los cielos, porque, ¿qué es el cielo?, ¿qué es la tierra? Todo ilusión». El viaje terminaba en México pasando por Abilene y San Antonio, Texas.
En su libro Antípolis, Carlos García Vázquez analiza, describe y estudia los nuevos conglomerados urbanos norteamericanos (o metrópolis posindustriales) localizados en el Cinturón del Sol, la franja de Estados que va desde Florida hasta California. Unas ‘antípolis’ que presentan cuatro rasgos comunes: su inestabilidad (en espacio, tiempo y población), sus indeferenciadas tramas y arquitecturas (la ‘macdonalización’ genérica y la prefabricación personalizada), su insustancialidad (casi sin pasado, ni memoria, ni identidad) y su inmaterialidad (por su dispersión, su baja densidad y sus discontinuidades). Estas cualidades son la antítesis de las características que han definido a las ciudades occidentales hasta la primera mitad del siglo XX, lo que siempre hemos entendido por ‘urbano’: estabilidad (en patrones de crecimiento), diferenciación (de piezas y partes dentro de y entre las ciudades), identidad (por la auténtica precipitación de la historia) y densidad (que favorece el contacto humano de la vida ‘urbana’).
En Antípolis la vida transcurre entre aires acondicionados: de casas, coches, oficinas, centros comerciales y de los túneles y pasajes que los comunican en un todo diseminado. Tramas dispersas de arquitectura genérica capaces de abrazar fragmentos de naturaleza virgen y cuyos habitantes pueden ser estables, estar de paso, o ser estacionales, como aquellos que van a vivir sus últimos años en este territorio donde se reúnen los nuevos pilares del sueño americano: sol, ocio y salud. Del Norte vienen al Sur, como anticipó el King of the Beats, lo que no deja de guardar un cierto paralelismo con el turismo europeo.
Antípolis es, en síntesis, la descripción de la ‘nueva ciudad’ del ‘nuevo imperio’ al otro lado del Atlántico, cuyas características son contrarias a las de la ‘vieja ciudad’ del ‘viejo imperio’ junto al Mare Nostrum: lo antiurbano es ahora lo urbano. En palabras del autor: «Lo urbano habrá dejado ser una condición sine qua non para la existencia de la ciudad». Sólo hay una singularidad que comparten ambos modelos y que es la esencia de la civitas: constituir el lugar donde concurren personas diversas, de distintos clanes, y que se someten a las mismas leyes (incluidas las de los mercados). Una cuestión netamente romana (o americana), pues, está en la base de ambos imperios: la ciudadanía. Si los romanos —o sus herederos europeos— asentaron su civilización en la ciudad compacta, los americanos exportan un modo de vida basado en la ciudad dispersa. Probablemente el cielo de Kerouac esté bajo el paralelo 37: una red de ciudades carentes de la ‘urbanidad’ de siempre, como preconizó Wright, donde el automóvil ha sustituido al ciudadano.
Con este libro, el autor culmina una trilogía que comenzó con Berlín- Potsdamer Platz —un certero análisis sobre la metrópolis posindustrial europea— y que continuó con la Ciudad hojaldre, donde se desmontaban hasta doce posibles capas de la ciudad contemporánea, algunas de las cuales aparecen ahora deshojadas, desde su génesis, en esta Antípolis.