Construyendo para la música desde 1950

Trazas acústicas

Ignacio García Pedrosa 
30/04/2017


Hans Scharoun, Filarmónica de Berlín (1963)

Entre la apertura de La Philharmonie de Paris, en enero de 2015, obra de Jean Nouvel, y la tan esperada inauguración de la Elbphilharmonie de Hamburgo en enero de 2017, proyectada por Jacques Herzog y Pierre de Meuron (véase Arquitectura Viva 191 y 192), la polémica desatada por sir Simon Rattle, el nuevo director de la London Symphony Orchestra, pidiendo una nueva sala de conciertos para Londres, no hace sino poner de manifiesto el interés de las capitales europeas en mantener su liderazgo musical, en un panorama que muestra falta de sintonía con los públicos más jóvenes y que parece exigir espacios distintos para músicas renovadas.

Este creciente interés permitiría mirar los nuevos auditorios, concebidos mayoritariamente a la manera de la Philharmonie de Scharoun —en los que las gradas, a modo de terrazas o bancales de viñedos, envuelven la escena—, como un paso más en la búsqueda del espacio musical ideal, pero también como la consolidación de un tipo específico de edificio en la ciudad. Una búsqueda que ha sido anticipada en algunos casos construidos a lo largo del pasado siglo en Europa y los Estados Unidos, cuya influencia impregna tanto las nuevas salas europeas como las numerosas que hoy aparecen en exóticos parajes orientales, ajenos hasta hace pocos años a la tradición musical de Occidente.

Si el siglo xx arrancó con la inauguración en 1900 de la primera sala de conciertos ‘tecnológica’, el Symphony Hall de Boston, el actual lo hizo en 2003 con el sofisticado Walt Disney Concert Hall de Los Ángeles, cuyo éxito consiste en aunar su brillante imagen con la seguridad de su sonoridad confiada al ingeniero acústico Yasuhisa Toyota, quien a la postre ha sido el hilo conductor del éxito acústico de las más destacadas grandes salas de las últimas décadas, desde el Suntory Hall en Tokio (1986) de Shin Miyake y Shoichi Sano, el Nagaoka Lyric Hall (1996) de Toyo Ito y la Danish Radio Concert Hall en Copenhague (2009) de Jean Nouvel, hasta la Philharmonie de Paris (2015), del propio Jean Nouvel, o la ya citada Elbphilharmonie en Hamburgo (2017), de Herzog & de Meuron. Claramente se sigue confiando en la capacidad transformadora para la ciudad, y renovadora para la música, de los grandes auditorios, esperando de ellos el carácter referencial de su imagen, la máxima calidad acústica y la creación de una atmósfera adecuada para la vida musical, tal y como se expresa en las bases del actual concurso para la futura Konzerthaus de Múnich, una ciudad fuertemente vinculada a la música que ve amenazado su protagonismo filarmónico. 

Atender a tales requerimientos significa entender que la propia idea del auditórium entraña, por un lado, la memoria de los distintos lugares, abiertos y cerrados, donde se ha interpretado música a lo largo del tiempo y, por el otro, el hecho de que las personas que allí acuden puedan acabar fundiéndose en una sola, sin renunciar a su individualidad, para participar en un acontecimiento trascendente. Unidad e individualidad que propician un ritual de especial recogimiento que un día sólo pudo encontrarse en la naturaleza, algo que nos recuerda que el lugar para la música no tiene su origen ni dentro de un edificio ni en el interior de la ciudad.  

Breve historia del auditorio

Para entender el auditórium actual pueden ayudarnos otros anteriores que introdujeron aspectos que perviven hoy: el Royal Festival Hall de Londres (1951), obra de Robert Matthew y Leslie Martin, el Kresge Auditorium en el MIT de Cambridge (1955), de Eero Saarinen, el Kulttuuritalo de Helsinki (1958), de Alvar Aalto, y la berlinesa Philharmonie finalizada por Hans Scharoun en 1963. Todos construidos después de la ii Guerra Mundial y que responden a impulsos urbanos y sociales. Irrumpieron cargados de novedad y sorpresa, criticando la arquitectura moderna de las décadas previas a la guerra, y establecieron una nueva relación del edificio musical con la ciudad.

El Royal Festival Hall es un edificio funcionalista cuyo volumen expresa con claridad su organización interna y en el que destaca la trasparencia de sus vestíbulos, que dan continuidad a las plataformas exteriores que se asoman al Támesis, donde adquirieron renovado sentido los Proms de la BBC (ciclo de conciertos diarios de música clásica orquestal), y por tanto la escucha musical informal vinculada al espacio exterior. Su aportación está en el carácter autónomo de estos vestíbulos concebidos como espacios con vida propia, que se llenan durante todo el día con exposiciones, conciertos matinales y actuaciones de jazz, mezclados con la actividad de tiendas y librerías, restaurantes y cafeterías; una actividad que llega a convertir sus escalonados vestíbulos en una continuación de las terrazas del Támesis, anticipando así otros espacios informales donde también sucede la música, y proporcionando a Londres uno de sus espacios públicos más populares y abiertos.

La sala es de planta rectangular y la sección longitudinal muestra tres sectores —la orquesta, el patio de butacas inclinado y el graderío—, dispuestos todos ellos bajo un techo continuo de forma abocinada, heredero del que Gustave Lyon había utilizado en la Sala Pleyel de París, construida en 1927, y que desde entonces adquirió tanto prestigio musical como los pianos que fabricaban sus promotores.

Pocos años después de la inauguración del Royal Festival Hall abre sus puertas el Kresge Auditorium en Boston con la vocación de servir de «lugar de encuentro del Instituto de Tecnología de Massachusetts». Sobre una plataforma circular, ligeramente elevada, se levanta una cúpula esférica de planta triangular apoyada exclusivamente en los tres vértices, lo que produce tres alzados de arcos acristalados ligeramente curvos. En la membrana esférica del Kresge Auditorium está presente la gran carpa en el paisaje de Aspen, y la obra supone el inicio de un nuevo camino en la carrera de Saarinen. A partir de aquí, la forma será concebida por Saarinen como la expresión de su concepción humanista de la vida, donde a la geometría se le atribuía la capacidad de crear una unidad que fuese a un tiempo espacial, estructural y conceptual. El interior de la sala contiene un graderío único. En su pendiente variable se acomodan la totalidad de los asistentes, bajo un techo que, como si fuera la cúpula celeste, quiere desaparecer. No hay balcones ni palcos, tan sólo unos reflectores blancos que flotan sobre el público y la orquesta, a modo de nubes necesarias para contrarrestar los efectos, inevitablemente negativos para el sonido, que produce la concavidad esférica. 

Si en la Europa de las décadas de 1950 y 1960 prevaleció la construcción de auditorios racionalistas de tamaño medio con condiciones acústicas distintas a las de los teatros, en contraposición a esta tendencia, en la obra de Alvar Aalto los numerosos proyectos para teatros, centros culturales y auditorios ocupan un lugar tan destacado por su calidad y fuerza plástica que se convirtieron en una referencia a la hora de proyectar una sala de conciertos.

En 1958 aparece en una calle de la periferia de Helsinki el macizo y sinuoso volumen de ladrillo rojizo del auditórium del Kulttuuritalo, sede de los sindicatos de trabajadores finlandeses. En esta extraña forma está contenida toda su fuerza para sorprender pero, paradójicamente, en su interior el edificio contiene una sala de amable geometría que justifica el perdurable atractivo de este singular edificio cuyo rotundo volumen parece pertenecer más a la rocosa colina sobre la que se levanta que a la trama urbana. La planta de la sala deforma asimétricamente la geometría de abanico, y es típica del repertorio aaltiano, que la prefería siempre sobre las disposiciones más convencionales, rectangulares, profundas y con disposición frontal del público.

La Philharmonie de Scharoun

Mientras se construye la Casa de la Cultura de Helsinki, en Berlín se convoca en 1956 un concurso para la construcción de una sala para la Orquesta Filarmónica, cuya sede original había sido arrasada con el resto de la ciudad en 1944. El jurado, después de valorar positivamente la impresión visual de la sala y las ventajas de disponer al público alrededor del escenario, declara ganador al proyecto de Hans Scharoun, destacando que la forma de su techo, parecido a la tienda de campaña construida en Aspen (Estados Unidos), contribuirá a una buena acústica. La aparición del singular edificio se debe en buena medida a las extraordinarias circunstancias del momento histórico, político y de la ciudad donde se levanta —el Berlín atormentado entonces por la frustrante construcción del Muro, cuando parecía afianzarse su despegue económico—, que se unían a un clima de renovación en el arte y en la música, con el auge de la aleatoriedad y del informalismo, y también con el fin de las vanguardias.

A esta atmósfera se sumaban las necesidades de una orquesta singular y de un público de arraigada tradición musical, así como el carácter del propio director que entonces la lideraba, Herbert von Karajan. Todo ello pareció coincidir felizmente con los intereses que latían en la arquitectura de Scharoun y que cristalizan en la Philharmonie, al proponer un nuevo tipo de espacio musical y también social, al que es justo reconocer su carácter de invención, y por tanto celebrarla como la aparición de un nuevo tipo arquitectónico. Ya la maqueta del concurso mostraba con claridad la topografía del nuevo espacio musical, también la posición de las personas en el espacio: el director y los músicos situados en el centro, el público alrededor de ellos, distribuido no de forma simétrica sino en su mayor parte situado ante el escenario, y el resto en grupos de gradas en los laterales. La asimetría se acusa más detrás del coro, por la posición del palco y del órgano.

Los auditorios se originan a partir de otros tipos y, sin embargo, inventan uno nuevo capaz de evocar la naturaleza, sin recurrir a una mímesis literal, utilizando imágenes poéticas: los bancales de viñedos en un valle de Scharoun; la roca erosionada depositada por Alvar Aalto como un accidente en la topografía de Helsinki; la liviana esfera celeste con la que Saarinen cubre las gradas del Auditorium Kresge; o las terrazas fluviales que se deslizan hasta un interior diáfano de plataformas que Leslie Martin abre al Támesis. Todos ellos son una excepción en la traza de la ciudad donde se levantan.

Seguramente, las formas y los materiales que construyen el espacio musical son determinantes porque consiguen hacer que el espacio ‘suene’, pero siguen siendo las personas las que le dan plenitud e intensidad social en la necesidad de unidad expresada a través de la música. El arquitecto necesita indagar en esa necesidad antes de recorrer con su lápiz el dibujo de la planta y la sección del espacio musical, si desea hacer sentir que, en realidad, un auditorio es un mecanismo capaz de ‘desplazarnos’, sin movernos de la ciudad que habitamos, a una naturaleza exterior y lejana que ya sólo está en nuestro imaginario.

Ignacio García Pedrosa es autor de la tesis ‘Auditórium: una tipología del siglo xx’


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