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Lo gris es verde

Elogio de la densidad urbana

Luis Fernández-Galiano 
30/06/2011


Nada puede reemplazar la proximidad física. Tal es la lección esencial del libro del economista urbano Edward Glaeser, un profesor de Harvard que ha dedicado su vida al estudio de la ciudad. Redactado con una prosa articulada y elocuente, tan persuasiva como la de sus artículos en The New York Times o The Wall Street Journal, el volumen desgrana un elogio de la ciudad que se extiende desde su condición de motor de la innovación hasta sus virtudes ecológicas. Como reza el subtítulo de la obra, ésta se propone explicar ‘de qué forma nuestro mayor invento nos hace más ricos, más listos, más verdes, más sanos y más felices’, con un lenguaje llano y casi publicitario, en la tradición anglosajona de que los especialistas sean capaces de comunicarse con el público general. Cualquiera, en efecto, puede acercarse al libro con provecho, pero para los políticos y urbanistas debería ser de lectura obligada, porque los análisis de Glaeser iluminan lúcidamente los procesos que conforman con sus decisiones, y que tienen como resultado el entorno que todos habitamos. Ahora que más de la mitad de la humanidad es urbana, resulta obligado preguntarse por los motivos que impulsan el éxito de este singular artificio social y material, la ciudad.

Menciono lo social en primer lugar porque, como nos recuerda Glaeser, las ciudades no son los edificios sino la gente, y ese es el motivo por el que critica la renovación urbana basada esencialmente en la construcción. Las ciudades prosperan, dice, cuando abundan las pequeñas empresas y las personas preparadas, y cabe incluso definirlas como «la ausencia de espacio físico entre la gente y las empresas». Pese a la tan publicitada ‘muerte de la distancia’ que ha supuesto la explosión de las comunicaciones, seguimos experimentando el deseo y la necesidad de estar unos junto a otros y, no nos engañemos, las ideas cruzan más fácilmente un pasillo que un océano. Si las ciudades son el crisol de la innovación en la que se fundamenta el progreso, esto se debe a sus habitantes, no a sus construcciones, porque la materia urbana genuina «no es el hormigón sino la carne».

Hay una correlación casi perfecta, asegura el economista de Harvard, entre urbanización y prosperidad: los países más ricos son invariablemente los más urbanos, y sus ciudades son hoy más dinámicas, saludables y atractivas que nunca. En los países más pobres, por su parte, las ciudades crecen enormemente porque «la densidad urbana suministra el camino más claro de la pobreza a la prosperidad». Glaeser contempla favorablemente las favelas o chabolas porque juzga esas aglomeraciones de infravivienda espontánea como plataformas de movilidad social; argumenta que las ciudades no generan pobreza sino que atraen a los pobres, y que en todo caso la pobreza urbana no debe juzgarse con el rasero de las clases medias de las ciudades, sino en comparación con la miseria y el estancamiento que prevalecen en buena parte del mundo rural.

Pero Glaeser no se ocupa sólo de la ciudad como agente productivo, y explica de qué forma los logros sanitarios y policiales en el control de las epidemias y la inseguridad —porque la enfermedad y el delito son los ‘dos demonios’ que trae consigo la densidad— han hecho posible el auge de las ciudades como lugares de consumo y de placer. Esta calidad de vida es la que atrae a las personas más inteligentes y emprendedoras, que también encuentran en las ciudades densas un mercado matrimonial difícil de hallar en el hábitat rural o disperso.

La densidad es, a fin de cuentas, el hilo argumental de la obra, porque no sólo es el fundamento de la prosperidad urbana sino también la garantía de su limitado impacto ambiental, considerablemente inferior al de la urbanización dispersa. «Sería mucho mejor para el planeta que su población urbana viviese en ciudades densas construidas alrededor del ascensor, en lugar de hacerlo en áreas diseminadas construidas en torno al automóvil». Vivir en una jungla urbana es más ecológico que vivir en un bosque, afirma Glaeser, porque «las ciudades son verdes». En el futuro, el romance del siglo XX con la vida suburbana nos parecerá más una aberración que una tendencia.

En su apología vibrante y casi ditirámbica de la ciudad, el autor de esta obra tan sólidamente documentada como apasionada y amena concluye in bellezza: «Nuestra cultura, nuestra prosperidad y nuestra libertad son en último extremo dones de personas que viven, trabajan y piensan juntos; ese es el triunfo definitivo de la ciudad». No será aquí donde se le contradiga.   


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