Antes de ser moldeados en una experiencia tridimensional mercantilizada, los bits se almacenan en arquitecturas de habitaciones climatizadas. Filas de servidores zumban incesantemente, mientras que tuberías regulan las temperaturas para evitar su fundido inminente. Para aventurarnos en el cuarto trasero de las interfaces digitales, no se necesita un visor virtual, sino un abrigo y tapones que amortigüen el frío y el ruido de las salas de servidores. Olvidemos esa nube etérea: el metaverso ni flota por encima ni se materializa en el tejido de los sueños. Es frío y ruidoso. Es pesado. Tiene hambre.
Los equipos de marketing de la tecnología de la información han arraigado la metáfora de la nube en la imaginación colectiva tan profundamente que la mayor parte de nosotras no logra percibir la realidad que yace debajo: una red de cables y tuberías que llega a los centros de datos y emana de ellos, habilitando su insaciable consumo de energía, agua y emisiones de dióxido de carbono en un volumen equivalente al de la industria aeronáutica. Estos centros aseguran operaciones ininterrumpidas en los servidores día y noche, durante todo el año. Cuanto más cerca estén de nuestros dispositivos, más suaves serán los encuentros y experiencias digitales...[+]