La Nueva Babilonia de Constant, diseñada entre 1958 y 1970 como una sucesión azarosa de fragmentos urbanos, fue un símbolo arquitectónico del espíritu ácrata del 68.
Daniel Cohn-Bendit propone olvidar el 68, y es una propuesta razonable. Nuestro mundo se parece poco al de esa época, y los análisis de entonces difícilmente pueden aplicarse a un contexto marcado por la globalización y la crisis ecológica. La sociedad del espectáculo, es cierto, se ha desarrollado en estas décadas para enmadejar el planeta con sus redes, pero tanto el cambio climático como la carestía de la energía y los alimentos dibujan un panorama donde la referencia más pertinente son las crisis del petróleo de 1973 y 1979. Forget 68 pues —aunque reconociendo la lucidez premonitoria de Guy Debord— y, sobre todo, remember 73: un diagnóstico que en el territorio tantas veces trivial de la arquitectura supone olvidar el situacionismo y la Nueva Babilonia que asociamos a los eventos de mayo, y recordar las construcciones neovernáculas, geodésicas o bioclimáticas surgidas alrededor del rechazo de la sociedad industrial que vieron en la crisis de la energía la confirmación de sus temores. Quizá sea el momento de olvidar la arquitectura del deseo y recordar la arquitectura de la necesidad.
Como documenta la portada de Le Monde del 17 de mayo, la rebelión estudiantil del 68 se inició en París como una protesta de carácter antiautoritario, coincidente en el tiempo con el recrudecimiento de la guerra de Vietnam.
Utopías sociales y técnicas
Permítaseme una breve memoria biográfica. En mayo de 1968 yo no estaba en París, sino en St Donat’s Castle, al borde del canal de Bristol, preparando los exámenes de A-levels con otros 190 estudiantes de 50 países. Tres de nosotros quisimos hacernos eco de los sucesos parisinos con un manifiesto, pero bastó una argumentada llamada al orden del director del colegio, el almirante Sir Desmond Hoare, para que el conato de rebelión se disolviera. Unos meses más tarde comenzaba los estudios universitarios en la Escuela de Arquitectura de Madrid, y también aquí la tormenta de mayo había levantado olas en los estanques académicos, de manera que Javier Carvajal —líder entonces de una escuela que había modernizado y figura también destacada de la profesión— reunió preventivamente a los recién llegados en una asamblea en la que exigió disciplina si aspirábamos a tener, como él, «un traje blanco y un deportivo rojo», soborno o amenaza que mantuvo el orden durante todo aquel curso. Madrid no fue París, y tampoco Praga o México D.F. Escribo esto sólo para recordar hasta qué punto la autoridad estaba vigente en una época en que los estudiantes de ingeniería asistían a sus clases con chaqueta y corbata, usábamos aún las tablas de logaritmos o la regla de cálculo, los ordenadores tenían el tamaño de habitaciones y nuestro idioma de programación era el Fortran.
Las estructuras ligeras que unían técnica y utopía en la Ville spatiale de Yona Friedman en 1958 (arriba) o en el proyecto de David Georges Emmerich en los sesenta (abajo), llegaron en 1964 a la portada de Time con Buckminster Fuller.
El mundo de entonces parece social y técnicamente tan distante como el victoriano, y resulta del todo imposible reconocerse en él. La conmemoración del veinte aniversario del mayo parisino estimuló varias exposiciones monográficas sobre el situacionismo, y la del treinta alumbró textos esenciales como The Situationist City de Simon Sadler o Constant’s New Babylon de Mark Wigley, amén de un número de October con textos de Guy Debord que aparecería como libro cuatro años después, coincidiendo con la biografía del propio Debord escrita por Andrew Hussey. Hoy, sin embargo, la experiencia semeja estar intelectual y estéticamente agotada; incluso en una obra tan estimulante como la publicada en 2007 por Larry Busbea —Topologies: The Urban Utopia in France, 1960-1970— la Nueva Babilonia apenas merece unas cuantas menciones, amalgamada con las utopías urbanas de los metabolistas japoneses, el Archigram británico o el Superstudio italiano, en una narración del urbanismo espacial y la arquitectura móvil que tiene a Yona Friedman por héroe indiscutible. La ciudad nómada soñada por los protagonistas de lo que Raymond Aron definió como el gran psicodrama del siglo xx parece haber dejado lugar a las que ya en 1965 otra escritora francesa, Françoise Choay, bautizó con el término ‘tecnotopías’.
Estas utopías tecnológicas, que con frecuencia interpretamos como una exacerbación de lo moderno, tienen una curiosa afinidad con el retorno a lo primitivo y los orígenes que surge como reacción a la apropiación corporativa de la modernidad burocrática. Mientras los jóvenes europeos imaginaban nuevas ciudades, los jóvenes norteamericanos las abandonaban, y a mediados de los años sesenta los estudiantes de Princeton o Yale organizaban comunas agrarias en Vermont mientras Arcosanti se levantaba en Arizona, Taos en Nuevo México y la Drop City en Colorado, en una floración de construcciones alternativas que pronto elegirían como emblema las cúpulas geodésicas de Buckminster Fuller, uniendo lo neovernáculo y lo tecnófilo: 1964 es el año de la Architecture without Architects de Bernard Rudofsky en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, pero también de la portada de Time con un Fuller de cabeza geodésica. Nos gusta pensar que estos son también los años en que la arquitectura inicia la postmodernidad con dos libros publicados en 1966, Complexity and Contradiction in Architecture de Robert Venturi y L’architettura della città de Aldo Rossi, pero lo cierto es que su influencia popular se demorará todavía un tiempo, y hasta 1979 no aparece Philip Johnson sosteniendo su maqueta del rascacielos Chippendale para la AT &T en la portada de Time.
La contracultura británica produjo arquitecturas visionarias de naturaleza tecno-hedonista como el Fun Palace de Cedric Price en 1959-1961 (arriba) o como la Plug-In City de Peter Cook, de Archigram, en 1962-1964 (abajo).
Tanto el populismo liberal norteamericano como la Tendenza marxista europea ponían en cuestión la modernidad socialdemócrata, y al cabo terminarían deglutidos por la revolución conservadora de los años ochenta. Venturi y Rossi se publicaron en España a principios de los setenta, pero las crisis petrolíferas de esa década desplazaron la atención hacia las tecnologías alternativas, el diseño climático y el organicismo biologista; sólo con la recuperación económica tras la estabilización de los mercados energéticos a mediados de los ochenta el énfasis regresaría a los debates formales y estéticos, de donde no saldría durante la prolongada etapa de prosperidad subsiguiente. Con las crisis bélicas y ecológicas del siglo XXI vuelve el interés por las polémicas de los setenta, y desde el redescubrimiento del Whole Earth Catalog de Stewart Brand —cuya primera edición se publicó precisamente en 1968— como precursor impreso de Google hasta las construcciones ecológicas documentadas en la reciente exposición del Centro Canadiense de Arquitectura en Montreal (Sorry, Out of Gas: Architecture’s Response to the 1973 Oil Crisis), las arquitecturas de la necesidad se abren paso frente a las arquitecturas del deseo: las mismas que en el París de mayo quisieron encontrar la playa bajo los adoquines, y al Homo ludens bajo la ropa previsible del Homo faber.