El profesor Forster nos presenta un estudio del arquitecto alemán y de su arte, escrito con profunda admiración por el personaje, editado de forma exquisita y arcaizante, con un medido despliegue de ilustraciones de pequeño formato y color ligeramente virado al sepia, donde sólo la introducción de cada capítulo en gruesas letras de palo sugiere una concesión a la actualidad. Forster prefiere soslayar el gran legado documental o el abundante archivo fotográfico de la obra de Karl Friedrich Schinkel para tejer su propia historia con puntadas que van y vuelven, buscando revelarnos el ambiente que rodeó a Schinkel, el mundo alemán al que el arquitecto y sus amigos, maestros o discípulos, darían su carácter histórico y la apertura al futuro. El autor nos propone una especie de círculo hermenéutico, donde el lector puede aproximarse a la época y al contexto, y en sucesivas puntadas ponerse en la situación del protagonista cuando trataba de interpretar su tiempo y dotar de sentido a su propio arte. La admiración que nos contagia el autor quiere ser la del propio Schinkel por su mundo y sus cosas. Y así, los detalles pasan del fondo al primer plano de la narración.
Con su libro, Forster amplía su contribución al interés que ha despertado aquel Romanticismo alemán del siglo xix temprano, doscientos años después y en otro comienzo de siglo; un interés que ha ido matizando muchos de los tópicos negativos que pesaron sobre el idealismo germano, considerado a menudo como la cuna de un movimiento irracional y de un arte que, en su peor faceta, se tildaba de rígido y cursi.
Forster nos revela un Schinkel berlinés que traslada a la grande y pequeña arquitectura del emergente reino prusiano el esfuerzo apasionado de sus coetáneos los escritores románticos del Athenaeum de Jena, que intentaban trasladar a su literatura el espíritu de los griegos más auténticos, como el Schleiermacher de las traducciones de Platón, todavía canónicas, o el Hölderlin cuya poesía acabaría después deslumbrando a Heidegger. La historia que teje el autor con múltiples anécdotas, personajes e ilustraciones nos aclara la relación aparentemente contradictoria entre una voluntad de grecizar el mundo de aquel naciente siglo xix, regresando al clasicismo más puro, y una admiración sin reparos por el paisaje gótico. Así, en uno de los vericuetos de su historia, Forster se entretiene en la experiencia de Schinkel con la ciudad como espectáculo, cultivada en su pintura de panoramas, aquellas inmensas pinturas ya desaparecidas que se disfrutaban como atracciones populares, desplegadas como un espectáculo envolvente alrededor del espectador. Y también en sus escenografías de paisajes románticos y de arquitecturas o ruinas para los dramas del momento o para óperas, como la flauta mágica de Mozart. Y un excurso por el campo de la psicología nos ilustra con la relación de los paisajes de Schinkel con los de Caspar David Friedrich y los que el pintor y médico Carl Gustav Carus experimentaba ya como representaciones del inconsciente.
Al recorrido de idas y venidas por este laberinto schinkeliano de la arquitectura como idea, del paisaje como tema pictórico y de la ciudad del xix como proyecto, del proyecto de arquitectura como sueño cásico y mediterráneo, Forster lo ha subtitulado A Meander Through his Life and Work. Probablemente debamos traducir ese meander por el término español ‘greca’, un motivo arquitectónico y textil ondulante que se desarrolla volviendo sobre sí. Pero no deja de ser una coincidencia poética que Meandro fuera el río que con sus revueltas desembocaba en el puerto de la antigua Mileto del siglo vi a.C., donde el pensamiento mítico griego desembocó, por un lado, en la sabiduría de la razón y, por otro, en lo indefinible del espíritu.