El centenario de Lina Bo Bardi ha impulsado el fervor por su figura. El crítico Rowan Moore cree que la italobrasileña es «el arquitecto más infravalorado del siglo XX»; sin embargo, la que Martin Filler describe, por el carácter vital y apasionado de su persona y su obra, como «la Anna Magnani de la arquitectura», conoce hoy un extraordinario reconocimiento editorial y expositivo. Su desaparición en 1992 y la monografía realizada el año siguiente por el Instituto consagrado a su memoria fueron glosadas en estas páginas por Ruth Verde y Hugo Segawa (Arquitectura Viva 24 y 33) lo mismo que la exposición simultánea, que llegaría a Barcelona en 1994; pero hasta la publicación de la tesis doctoral de Olivia de Oliveira en 2006 hay un paréntesis de silencio, que las vísperas del centenario han cerrado definitivamente, con la exposición en la Bienal de Arquitectura de Venecia comisariada por Kazuyo Sejima en 2010, la edición de sus escritos por la AA londinense y la monografía de Zeuler R. Lima, de la que se ha ocupado Guilherme Wisnik en el número anterior a este. Y ahora llega el turno de la muestra promovida en Múnich por Andres Lepik, cuyo catálogo contiene ensayos de una docena de especialistas, entre los cuales Lima, Oliveira y Wisnik, que contribuyen a esclarecer la personalidad poliédrica de una figura ya mítica.
Su amigo Valentino Bompiani la llamaba la dea stanca, pero esa ‘diosa cansada’ se describió a sí misma —con ocasión de su primera exposición, realizada en 1989 en la Universidad de São Paulo— como «estalinista y antifeminista», haciendo honor a sus convicciones políticas y al hecho de que en Brasil jamás se había sentido discriminada como mujer. Antes de instalarse allí en 1946, Lina Bo se había formado en Roma con arquitectos tradicionalistas como Giovannoni y fascistas como Piacentini, y tras graduarse en 1939 perteneció en Milán al círculo de Gio Ponti, el arquitecto, diseñador y editor de Domus que por entonces estaba cercano a Mussolini, lo mismo que su futuro marido, el periodista y marchante Pietro Maria Bardi, de manera que su alineamiento con el Partido Comunista sólo puede explicarse desde una radical libertad individual. En Brasil, esa independencia personal la alejaría de Lucio Costa y Óscar Niemeyer, censurando temprana y ásperamente la Brasilia conformada por ambos, y eligiendo un itinerario creativo abiertamente divergente de la modernidad tropical consagrada por el MoMA en la muestra Brazil Builds de 1943.
Así, su Casa de Vidro de 1951, más próxima a las casas californianas de la época que a las canónicas de Mies o Johnson, y cuya extensión con un ala convencional para la servidumbre ha sido comparada por Barry Bergdoll con las obras de hibridación entre lo moderno y lo vernáculo realizadas antes por otro emigrante en São Paulo, Bernard Rudofsky; así también su Museo de Arte de São Paulo, de 1957-1968, en sintonía con Vilanova Artigas o el más joven Paulo Mendes da Rocha, su obra más ‘paulista’ en la audacia estructural, la revolución del modelo expositivo y la generosa creación de un gran ámbito público; y así por último en su mejor obra, el SESC Pompeia, de 1977-1982, una fábrica obsoleta construida en 1938 con una estructura prefabricada de hormigón de violenta belleza industrial que Lina decidió no demoler para transformar sus volúmenes en un centro cívico que consigue amalgamar la cultura con la vida cotidiana. Si en la visita la casa ofrece menos de lo que promete y el MASP exactamente lo que se espera, la experiencia del SESC es tan fértil y emocionante que supera cualquier expectativa, explicando bien las razones últimas del actual fervor por Achillina di Enrico Bo, que el mundo ya conoce simplemente como Lina.