Dos libros para cinéfilos, que se entretienen en considerar el papel de las arquitecturas y las ingenierías en las películas más recordadas. Cuentan del arte híbrido del cine, de sus imágenes donde se funden escenografía, construcción, interiores y grandes estructuras. Ambos se disfrutan más por el anecdotario que sus autores ponen a nuestro alcance que por su teoría, que es una reflexión sobre fragmentos. Tratan de describir cómo, en la medida en que los directores hayan sido capaces de sentir el espacio escénico de la pantalla en su dimensión y tiempo arquitectónicos, la película ofrecerá al espectador una experiencia convincente del edificio. La profundidad de la pantalla de Jorge Gorostiza describe, casi con entusiasmo, cómo han trabajado los directores en algunas de las escenas memorables que desarrollan el argumento de su película dentro de arquitecturas de cine. Con él percibimos el arte y el artificio del cineasta y del arquitecto, del que casi no nos habíamos dado cuenta ocupados en seguir el guión y la actuación de los protagonistas del drama. Al arquitecto Gorostiza le interesa colocarse detrás de la cámara y pensar cómo trabajan sus movimientos Lubitsch o Kubrick para crear el espacio y la tensión del argumento, cómo esa cámara necesita entender y recorrer su propio espacio para expresar en la pantalla el espacio virtual del drama.
La obra civil y el cine, de varios autores, tiene una redacción parecida al libro de Gorostiza; sus capítulos se dedican a distintas ramas de la ingeniería y de la construcción, incluida en parte la arquitectura. Se orientan a hacernos conscientes del protagonismo de las estructuras, más allá de las convenciones escenográficas habituales, y a demostrar cómo un puente o un túnel pueden contener la tensión dramática de toda una película. Que puedan representar la liberación o, por el contrario, la perdición, quiere decir que los símbolos pueden funcionar como metáforas de doble sentido. El protagonismo de las estructuras que nos cuenta se sigue, claro está, en el de las máquinas. En cierto modo, el libro alude también a la dificultad del cine para elogiar las grandes estructuras; parece que una vez que adquieren carga dramática, como los personajes de las tragedias, su destino impone que sean destruidas. La cuestión es que el cine puede, y mucho, colorear la percepción de la obra, y parece que son pocos los ejemplos de películas que contengan el elogio de la gran obra, comparados con los que la condenan a una vistosa desaparición.
Como una crítica extemporánea, un chiste hecho desde la ingeniería profesional, este segundo libro propone también una suerte de problemas de física recreativa en los que se nos revela la precisión o la trampa de algunas escenas famosas. Se nos informa de que el diagrama de esfuerzos del puente sobre el río Kwai parece aceptable, y que hubiera soportado el paso del tren si no fuera por el aciago destino mencionado. Aunque pocos espectadores exigirían cálculos reales, sabedores de que la verosimilitud del cine tiene poco que ver con la verdad de la ciencia.