Casa Villavecchia en Cadaqués, Gerona (1955)
Barcelonés hasta la médula, pero con orígenes familiares en Comillas y Jerez, Federico Correa hablaba español en casa, y los años de su infancia en Filipinas le dieron un dominio temprano del inglés y un talento cosmopolita que le acompañaría en todo su proyecto profesional. A los doce años, la guerra civil española motiva su ingreso en un internado en Inglaterra, donde cursará dos años. Educado también en los Jesuitas de Sarriá, donde trabaría amistad con el que sería su socio inseparable, Alfonso Milà i Sagnier, decide con él estudiar arquitectura en la entonces muy mediocre Escuela de Barcelona, donde atiende a las clases de profesores como Jujol o Rafols y destaca por su extraordinaria facilidad en el dibujo. Ya titulado, Correa establecería la que habría de ser una muy larga y fértil relación con su compañero de generación Oriol Bohigas, con quien comienza a entender la arquitectura como una actividad intelectual y política, en sintonía con los círculos italianos de Gardella, Albini o Rogers, que tanta influencia tendrían entonces sobre la escena barcelonesa.
Las casas de Cadaqués
Sus primeros pasos profesionales tienen por escenario Cadaqués, donde construye con Milà varias casas para amigos o familiares cuyo respeto y exacta interpretación de la arquitectura popular, aprendida de José Antonio Coderch, logran una adaptación admirable tanto al pintoresco pueblo costero como a su paisaje. Así ocurre en la Casa Villavecchia, moderna y vernácula a la vez en la libertad compositiva de sus huecos; así también en la Casa Rumeu, para un cuñado de Milà, donde el uso de la piedra conforma la vivienda como una pieza del paisaje; y así por último en su propia casa, con una disposición de los usos que refleja la informalidad de la vida veraniega.
El desafío de la escala
El estudio de Correa y Milà —donde los dos socios se adjudicarán pronto funciones complementarias, ocupándose Federico del despacho y los dibujos, mientras Alfonso trata con clientes y obras— asume pronto el cambio de escala, realizando en los años 60 fábricas y edificios residenciales de importantes dimensiones y significativa visibilidad. La fábrica Montesa en Cornellá, propiedad de la familia de Milà, fue un primer ensayo de arquitectura industrial, resuelta con luces moderadas y una fachada prefabricada que resultó ser menos estanca de lo previsto, por lo que en la Fábrica Godo y Trías de Hospitalet los arquitectos decidieron utilizar el ladrillo, que garantizaba un comportamiento más previsible, además de armonizar mejor con las construcciones modernistas del entorno. Esta fábrica tuvo un éxito de crítica superior al que obtendría su primera obra en altura, el Edificio Monitor en Barcelona, una promoción de viviendas para un familia relacionada con Milà que los arquitectos resolvieron con menos fortuna que su otro hito simultáneo en la ciudad, el Edificio Atalaya en la Diagonal, donde supieron interpretar el programa residencial y los revestimientos de piedra artificial con la sofisticación milanesa de autores como Figini y Pollini, que los frecuentes viajes de Correa a Italia acercaban al debate catalán.
Interiorismo como arquitectura
La línea caliente con Milán estimuló su interés por el diseño y el interiorismo, y fue la amistad de Vico Magistretti con el director de Olivetti en Barcelona lo que les llevaría a diseñar gran número de tiendas para la firma, que realizaron dando protagonismo a las máquinas con el escaparate levantado hasta la altura de la vista y el impecable color blanco de los interiores. Esta actividad se prolongaría con dos restaurantes de gran éxito entre la burguesía intelectual barcelonesa, promovidos por Alfonso Milà y Leopoldo Pomés: el Flash Flash, decorado con las elegantes fotografías de Pomés que enseguida alcanzarían el estatus de iconos pop; e Il Giardinetto, que Correa imaginó como un prado cubierto de una fronda de castaños, haciendo resonar nombre y ornamento con serena amabilidad.
Restaurante Il Giardinetto, Barcelona (1974)
Innovación y memoria
El cambio de régimen sobrevenido tras la muerte de Franco permitió a muchos arquitectos que habían ejercido la oposición a través de la docencia —como Bohigas o Correa, ambos profesores de la ETSAB— acceder a encargos públicos, y durante los años ochenta el despacho de Correa y Milà pudo intervenir en la ciudad histórica esforzándose por aunar innovación y memoria. Ese fue el caso de la ordenación de la Plaza Real, que resolvieron valorando las palmeras y ensayando un experimento de sociabilidad a través del mobiliario cuyo fracaso sólo subraya la generosa dimensión utópica de los años de la Transición. Menos sociológico fue el proyecto para la sede central de la Diputación, donde los arquitectos abordaron con inteligencia un difícil emplazamiento, en diálogo con una obra de Puig i Cadafalch. Y singularmente atrevido fue el edificio de viviendas en el Paseo de Gracia, donde no dudaron en emplear la mímesis para hacer crecer una obra de Guastavino, mostrando una vez más la ductilidad de su talento.
Ordenación de la Plaza Real, Barcelona (1984)
Retorno al origen
La Barcelona del annus mirabilis de 1992 tuvo a Correa y Milà entre sus protagonistas, ya que el despacho, tras ganar con Margarit y Buxadé el concurso del Anillo olímpico, donde se ubicarían obras como el Palau de Isozaki, colaboró con el italiano Vittorio Gregotti en la remodelación del Estadio Olímpico, sede de los eventos más significativos de los Juegos. Pero no sería la Barcelona olímpica sino la Cataluña profunda el escenario de la última obra importante de Correa, el Museo Episcopal de Vic, que alberga una extraordinaria colección de arte románico, y que el arquitecto realizó hermanando medievalismo y modernidad en la libre disposición de los huecos que hace la fachada autónoma, como ya había ensayado en la Casa Villavecchia de Cadaqués, en cierta forma retornando al origen y cerrando circularmente una carrera redonda que orbita en torno a la ciudad que ha hecho y que le ha hecho, Barcelona. [+]
Anillo Olímpico de Barcelona (1983-92)