La obra de Juan Benet tiene ya medio siglo, y en este intervalo la nación España ha pasado de bimilenaria a bicentenaria, para acabar convirtiéndose en un espacio mítico no muy distinto de la Región del novelista o el Yoknapatawpha de Faulkner. Mito y símbolo anudan dos libros recientes sobre la identidad española, que si bien se asemejan en sus cubiertas, no pueden ser más diferentes en su enfoque y su propósito. El descubrimiento de España, de Xavier Andreu Miralles, usa las fuentes literarias del romanticismo para explorar la construcción de la identidad nacional en un crisol orientalista, y muy apropiadamente se presenta con un grabado de Doré que muestra en 1867 la Mezquita de Córdoba, imagen glosada en sus primeras páginas como representación exacta del ‘mito romántico’ a través del cual se percibe el país. Por qué España, de Ignacio Merino, asegura suministrar una visión simbólica de la Historia, pero es más bien un recorrido ameno y vertiginoso por la misma, esmaltado de anécdotas ocasionalmente extravagantes que se extienden desde Atapuerca hasta Almodóvar, y cuya visión esencialista de lo español parece contradictoria con su cubierta, compuesta con una tracería mudéjar —el artesonado del Salón del Trono en la Aljafería de Zaragoza, aunque en ningún lugar se identifica— que es casi un emblema del sincretismo cultural.
El libro del joven historiador valenciano Xavier Andreu Miralles, en su origen una tesis doctoral, explora brillantemente la fabricación de la nación como un artefacto cultural, volviendo a leer a Zorrilla, Mesonero, Larra o Fernán Caballero para entender el proceso de ida y vuelta entre lo intelectual y lo popular donde se acuña la identidad colectiva, en sintonía con el Franco Moretti que estableció el vínculo entre el nacimiento de la novela y el nacimiento de la nación. De forma siempre matizada, traza la ruta que une la Carmen de Gautier con el casticismo contemporáneo de «Curro Jiménez, los toros de Osborne, las ‘chicas’ de Almodóvar, el cante flamenco, la furia española», y encuentra el origen de este imaginario compartido en la era romántica y su exaltación del apasionado primitivismo orientalista que la modernidad europea encuentra en el pasado musulmán de la Península. Inevitable deudor de Edward Said en su desvelamiento del orientalismo interesado de Occidente, Andreu Miralles utiliza la literatura romántica como parte constitutiva de la historia política, y no como simple ilustración o reflejo de la misma, argumentando convincentemente —como otros autores de su generación— la relación íntima entre nación y narración.
La obra del veterano periodista vallisoletano Ignacio Merino, descrita por él como un ensayo de divulgación a la manera de los redactados por sus admirados krausistas, regeneracionistas y noventayochistas, es en efecto un texto de escritura vigorosa que sin duda cumple su propósito de ‘entretener e instruir’, aunque su devoción jungiana por los arquetipos le hace remontarse hasta el Homo antecessor buscando los orígenes de lo español, que también encuentra en Tartessos y Argantonio —como en su día el popular Gargoris y Habidis de Fernando Sánchez Dragó—, perdiendo en el camino respetabilidad académica, pero ganando persuasión mitopoética. El relato, que desde una óptica liberal procura reconciliar a la izquierda con la idea de España, dedica a Al-Ándalus sólo seis de sus casi seiscientas páginas, una desconcertante valoración que se compadece mal con el orientalismo progresista del siglo XIX que tanto hizo por acuñar el imaginario colectivo de la nación, y una valoración que además se refuerza omitiendo inexplicablemente a Américo Castro de una somera bibliografía donde en cambio sí figura Claudio Sánchez-Albornoz.
El protagonismo de las banderas y la pugna de identidades recuerda que las naciones son artefactos culturales que pueden ser empleados al servicio de populismos emotivos que crean divisiones en su exaltación de lo propio.
Andreu Miralles remite a Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, de José Álvarez Junco, como la interpretación ‘modernista’ que sigue siendo hegemónica, habiendo «puesto contra las cuerdas a los defensores del tarro de las esencias patrias», y el evidente casticismo de Merino, que no lo cita, enriquecería su enfoque con la lectura de Las historias de España y, todavía mejor, con la del último libro del profesor Álvarez Junco, Dioses útiles. Naciones y nacionalismo, una obra que aúna el rigor académico con el compromiso cívico, que es una brújula intelectual en estos tiempos turbulentos, y que se abre con una cita de Edward Gibbon: «Las diversas religiones que existían en Roma eran consideradas por el pueblo como igualmente verdaderas, por el filósofo como igualmente falsas y por el político como igualmente útiles.» Si hemos de volver a Nación, hagámoslo de su mano.