Inagotable y polifacético, Fortunato Depero fue uno de los protagonistas del futurismo italiano, pero es difícil no adjudicarle la rúbrica de ‘maestro menor’. Agazapado por la sombra de Marinetti, Balla o Boccioni, y escarnecido por su vinculación al fascismo, el destino de Depero ha sido el mismo del de aquella parte de la vanguardia italiana que la historiografía, a falta de mejor nombre, llama ‘segundo futurismo’: ser un epígono, cuando no una imagen atenuada, del primer futurismo, el futurismo bueno, el heroico. Aunque esto sea en parte cierto, ocurre con Depero lo que con otros maestros ‘menores’ que, como señalara Erwin Panofsky, dan mejor el tono de su época que los grandes nombres, y al cabo resultan más interesantes que ellos.
A los cien años de que Antonio Sant’Elia publicase el ‘Manifiesto de la arquitectura futurista’ poco antes de ser engullido por la misma guerra que decía glorificar, la Fundación Juan March ha presentado en Madrid la primera gran retrospectiva sobre Depero, acompañada de un exhaustivo y exquisito catálogo que es ya la mejor monografía sobre el artista. El empeño da cuenta del interés que ha suscitado el personaje tras las exposiciones dedicadas a su obra en Londres (2000), Budapest (2010) y Barcelona (2013), y la publicación de dos estudios —Riconstruire e meccanizzare l’universo (Milán, 2013) y Depero, l’uomo e l’artista (2009)— cuyo objetivo es atenuar el infortunio historiográfico de quien, paradójicamente, se llamaba Fortunato.
Nacido en Rovereto, en el Trentino italiano, Depero (1892-1960) fue acaso el artista más tozudamente fiel al futurismo de los muchos que hollaron la vanguardia italiana. Su fidelidad provenía de la caída del caballo que supuso para él la exposición de Boccioni en Roma, de 1915, donde tomó para siempre los votos futuristas: glorificar el movimiento, la máquina y la guerra; multiplicar los puntos de vista; liberar las palabras de la gramática, y llevar el arte a la vida por mor de esa estética de lo fugitivo con la que, en su momento, había soñado Baudelaire.
Lo más singular es que, en Depero, la lealtad sin fisuras a los principios futuristas no condujo al dogmatismo —Marinetti estuvo a punto de ‘excumulgarlo’— ni a la esclerosis creativa, sino al pragmatismo que es común a todos los maestros ‘menores’. Lejos de encerrarse en los límites de la pintura, o la escultura, Depero abordó todas las disciplinas que tocaban esa ‘vida cotidiana’ y sometida al fluir del tiempo que otros futuristas ensalzaban, pero que no se atrevían a tratar.
Así, desde su encierro en Rovereto —que sólo abandonó durante una estancia larga en el Nueva York de los amados rascacielos y los rugientes automóviles—, Depero experimentó con todos los géneros: fue dramaturgo y autor de escenografías y trajes maquínicos capaces de producir luces y sonidos para formar una puesta en escena tan abstracta como naíf; poeta absurdo y ensayista polémico; artesano de juguetes que se anticiparon a su época, y de ingenuos tapices en intarsia cuya trama de colores chillones cosía puntada a puntada y con paciencia de chino; inventor de uno de los primeros ‘libros de artista’ de la historia —el célebre «libro atornillado» que no podía colocarse en ninguna estantería—, y de un «museo portátil» como los de Duchamp; artífice de pabellones de feria minimalistas y de ‘arquitecturas tipográficas’ que previeron en medio siglo las ideas de Venturi; y, sobre todo, diseñador gráfico y publicitario que convirtió los anuncios del bitter Carpari no tanto en un sofisticado objeto artístico como en un cartel autopublicitario, una estrategia que señaló el rumbo que, algunas décadas después, seguiría el arte, cada vez más contaminado de ese ‘fetichismo de la mercancía’ en que Marx cifraba el espíritu de los tiempos. No son, desde luego, atributos menores para un maestro ‘menor’.