Es posible que una de las mayores virtudes de Estudios antiguos sea su capacidad infinita para ir abriendo ventanas. Y cerrando ventanas. Cuando los lectores creen haber descubierto el hilo conductor del recorrido de Lahuerta —deslumbrante recorrido, por cierto— notan aturdidos que deben empezar desde el principio, porque en el principio del volumen está el final último, la clave de interpretación, la llave, igual que en las mejores novelas policíacas; igual que en Poe, quien aparece entre las páginas de pasada, apenas citado, pero que se antoja uno de los protagonistas invisibles de este roman noir. Aunque es pronto para desvelar el misterio, si es que es posible desvelarlo por completo.
Parece, no obstante, claro que la protagonista de la intriga es sin duda la pintura —misterioso doble papel de asesino y víctima a lo largo de las páginas— que va recorriendo los renglones de este inesperado tratado; tiene mucho de tratado el libro de Juan José Lahuerta. Tratado anómalo y brillante, desde luego, que despliega a cada paso la enorme erudición del autor que se mueve cómodo en una gama visual amplísima, desde Leonardo y Velázquez, hasta Dalí o Manet e Ingres y sus postales, ágil por la alta y baja cultura a la manera de los ‘estudios visuales’.
Luego, al lado de la minuciosidad y precisión del conocimiento, van apareciendo esas pasiones del autor que sus lectores reconocemos. El cuerpo, los detalles y metamorfosis —uno de los Leitmotiv de sus trabajos sobre Antoni Gaudí— derivan hacia ese ojo cortado de Luis Buñuel que tantas líneas ha ocupado en escritos anteriores. Es esa familiaridad de ciertos temas, llevarnos un poco más allá, al filo, lo que hace de la narración el territorio excitante que va desplegándose ante los ojos. Al final, en este texto de montaje vertiginoso donde una imagen lleva a otra —inesperadas asociaciones— el relato se queda flotando. He aquí la pintura, culpable y víctima otra vez. Y allí, en el final, fuera de plano, las últimas imágenes —en Estudios antiguos hay un subtexto formado por las ilustraciones— que son parte de una clave que no llega a explicitarse en la escritura sino en forma de nota a pie de página, planos que quedan fueran de la pantalla; de eso saben mucho el cine y Lahuerta. ¿Metáfora del propio artificio de la pintura?
Ahí radica la cualidad más notable de Estudios antiguos: su insistencia en obligarnos a volver a mirar cada detalle, cada cosa ya vista. Meticuloso, Lahuerta no da tregua y las preguntas van surgiendo impertinentes: ¿qué miramos, qué vemos? Ese modo especial de mirar —de volver a mirar— se pone en evidencia en algunos de los análisis más intensos del libro: Napoleón y su representación de regusto ‘bizantino’ y el autorretrato de Ingres, mis temas favoritos.
Lo ‘antiguo’ y lo ‘moderno’ no quedan tan lejos después de todo, se piensa al terminar las páginas. El recorrido audaz de comparaciones no deja lugar a dudas: vemos el mundo como miramos la pintura pues estamos a merced de la pintura, que es tanto como decir de la representación. Siempre ha sido así. Siempre va a serlo. Y es que hay en este roman noir un personaje que aparece por alusiones en las primeras páginas y se va apareciendo en cada superficie pintada... y borrada; que no se explicita y lo sobrevuela todo, encarnación de la pintura misma: Kasimir Malevich. Ahí está, camuflado, como en las novelas negras mejor escritas.