Casi septuagenaria, Suzanne Valadon se autorretrató en 1931 con los pechos al aire, un collar de perlas y mirada desafiante. Y así, desprejuiciada, coqueta y provocadora, sintetizó lo que fueron su vida y su trabajo. Acostumbrados a su presencia en las salas a través de las telas de otros —fue la musa de los habituales del Montmartre fin-de-siècle—, una retrospectiva en el MNAC le brinda hasta el 1 de septiembre todo el protagonismo con un itinerario por su producción, de los pinitos autodidactas de la hija de lavandera y madre temprana al éxito de la retratista del grand monde. Una obra libérrima que fue absorbiendo variopintas referencias, pero que acabó asentando su propio código basado en la naturalidad, especialmente reveladora en su tratamiento del desnudo: la antigua modelo rehuyó de las poses que encendían la mirada masculina y plasmó la feminidad en su realidad diversa, rotunda y ufana como ella misma en su irrupción en el monopolio artístico de los hombres.