Sociología y economía 

Templos en tiempos de tribulación

Otoño

Fuente:  el País
30/04/2003


Tienes que venir a verla.» Bajo los altos frescos del Palazzo Colonna, Frank Gehry se resiste pudorosamente a comentar los progresos de su Disney Hall, el auditorio que está levantando a sólo tres manzanas de la catedral de Nuestra Señora de los Ángeles, y cuyas agitadas superficies cóncavas y convexas de acero inoxidable se rematarán a tiempo para la temporada musical de 2003; prefiere elogiar la obra de su colega Rafael Moneo. «No es tanto su aspecto exterior, o el resplandor de los ventanales de alabastro; lo verdaderamente hermoso son los pliegues interiores de los muros, y la forma en que la luz incide en ellos.» A sus 73 años, el arquitecto californiano se ayuda de un bastón, pero prescinde de él cuando quiere usar las manos para evocar los dobleces del templo. Hace ahora seis años, en otra ceremonia del premio Pritzker como ésta, contemplando Los Ángeles desde la acrópolis en cons-trucción del Centro Getty, Moneo recibió a la vez el galardón y el encargo de la catedral, elegido por el cardenal Roger Mahony frente a dos concursantes locales, Thom Mayne y el propio Gehry.

Las trazas del templo muestran su deuda con la arquitectura religiosa histórica y moderna.

La obra de Moneo, la primera catedral católica que se construye en Estados Unidos en los últimos 25 años, se inaugura el 2 de septiembre, y no será el anciano Papa (que pese a su deterioro físico viajará a México por esas fechas) el que abra las puertas, sino el mismo Mahony, cuyo vigoroso liderazgo de la mayor diócesis del país se ha visto en los últimos meses ensombrecido por el escándalo de los clérigos pederastas que ha provocado una crisis histórica en la iglesia americana, y que en mayo llevó a los doce cardenales estadounidenses a Roma para una audiencia excepcional con el pontífice. Mahony asumió pronto el liderazgo del sector más estricto de la jerarquía, jactándose de su política de investigación preventiva (aunque, según relata GarryWills en The New York Review, la archidiócesis estaba obligada a ello por un pacto judicial con una de las víctimas) y defendiendo una ‘tolerancia cero’ ante la pederastia. Asesorado por Sitrick, una firma de relaciones públicas de Hollywood, el cardenal de Los Ángeles ha propuesto la investigación policial de los candidatos a seminaristas y la denuncia de cualquier comportamiento sospechoso.

La inflexiones en techos y muros multiplican los efectos de la luz, vehículo para inducir la vivencia de lo sagrado. Recortada en un ventanal de vidrio y alabastro, la gran cruz preside el altar y las ceremonias exteriores.

En este contexto de devastadora crispación, crisis de confianza de los fieles en sus pastores e indemnizaciones millonarias a las víctimas, la catedral de Moneo se asociará inevitablemente a su cliente Mahony; las formas fracturadas del edificio, que en otro momento habrían suscitado metáforas deconstructivas o sísmicas, se juzgarán expresión de la incertidumbre atribulada de la iglesia, y su colosal interior opalescente de hormigón y alabastro se entenderá, más allá de la convencional asociación teológica a la luz divina, como una deslumbrante y musculosa manifestación de confianza en el futuro de una institución milenaria. «No habrá otro edificio en el país como éste: tendrá un resplandor que cortará la respiración», ha dicho Mahony, y sus vigorosas palabras encapsulan el espíritu expeditivo y populista de un poderoso hombre de iglesia que ha sustituido las sutilezas herméticas de la curia vaticana por la visibilidad pragmática del espectáculo mediático americano, y para el que una demanda judicial o una obra de arquitectura son esencialmente cuestiones de imagen.

Aunque cualquier edificio acaba siendo simbólicamente secuestrado por sus circunstancias, sería desde luego ridículo interpretar la catedral de Los Ángeles en términos efímeramente coyunturales, atribuyendo al arquitecto capacidad premonitoria de las actuales tempestades eclesiales; sin embargo, es evidente que su difícil orquestación de innumerables episodios fragmentarios, sus geometrías descoyuntadas y su indecisión tipológica ilustran admirablemente la naturaleza conflictiva de los tiempos. El propio Moneo, que suministra habitualmente a sus críticos las metáforas más elegantes y las referencias más pertinentes, no ha podido resistirse a ofrecer aquí un aluvión de fuentes e intenciones: el enclave peatonal junto a la autopista, conformado como plaza con edificios y porches, estaría inspirado por las misiones franciscanas de Fray Junípero; los muros plegados de hormigón y las pantallas de alabastro provendrían de su Fundación Miró; la definición escultórica del volumen y la sección inclinada de la nave serían un eco a escala titánica de la capilla de Le Corbusier en Ronchamp; el contacto visual entre el interior de la iglesia y el claustro tendría su origen en el lateral abierto al paisaje de la capilla de Bryggman en Turku; y la cruz aérea que preside tanto las ceremonias en la explanada como las que se celebran dentro extraería su monumentalidad solitaria e hipnótica del crematorio de Asplund. Pero la catedral sería también románica en su gravedad sólida y sombría, gótica en su verticalidad desafiante y enfática, bizantina en su luminosidad difusa de linterna, barroca en el ilusionismo de su transparente en el ábside...

La posición elevada del solar determina la creación de una plataforma junto a la autopista sobre la que se disponen el templo y sus dependencias auxiliares, formando una plaza que dota de dimensión cívica al monumento religioso.

¿Caben más líneas en ese palimpsesto de referencias y citas? Caben; porque asimismo podrían destacarse la marca del Aalto de los centros cívicos en el bodegón orgánico de piezas en una bandeja, la deuda con Utzon en la concepción urbana de la plataforma, la influencia de Siza en la lectura topográfica, la huella de Gehry en las fracturas volumétricas o el homenaje a Scharoun en el diseño del ámbito de la asamblea —un guiño expresionista a la Philharmonie explícito en los croquis, y que significativamente comparte con su vecino el Disney Hall—. E igualmente cabría anotar la amalgama de rasgos presentes en proyectos anteriores, sean la torre y los vidrios en sierra de Atocha, la implantación urbana y las dobles fachadas del Kursaal, la exfoliación pintoresca de la masa y la domesticación escalar de la Illa, los muros perforados por huecos de ritmo musical y los pavimentos palpitantes de Murcia, o las fajas y espigas ornamentales que esmaltan una obra tan fascinada por la abstracción como genéticamente incompatible con ella. Al final, nada de esto es tan importante como la ausencia de cohesión entre las partes, que se nos ofrecen voluntariamente desencuadernadas, con la vulnerabilidad emocionante de un siglo descreído.

El deambulatorio (izquierda), al que abren las capillas invertidas que son la mayor innovación tipológica del proyecto, dibuja un itinerario procesional que conduce a los fieles desde la plaza hasta la nave central.

La catedral ofrece un remedo de salvación en la integridad homogénea del hormigón y en la claridad sedante de la luz interior, pero esa ficción unitaria perece en el conflicto entre el énfasis ritual de la planta de cruz latina y la demanda teatral de un escenario envolvente. El resultado de esa hibridación violenta es un espacio insólito, de una gravedad arcaica en la huella expresiva de su traza, y de una espectacularidad cinematográfica en el levantamiento luminoso de la nave, a donde se accede por el itinerario procesional, manierista y mágico de un deambulatorio de capillas invertidas que cons-tituye la mayor innovación tipológica del proyecto; y cuya culminación se halla en la extraordinaria cruz de hormigón ingrávido que flota en las alturas como un delicado pájaro de papel de arroz, un episodio epifánico de luz alabastrina que justifica la obra y legitima la frase contundente de Mahony: «un resplandor que cortará la respiración.»

Mientras tanto, a ocho husos horarios de distancia, y 120 años después de iniciarse, el Templo Expiatorio de la Sagrada Familia continúa levantándose con la incierta información que dejó su arquitecto al morir hace más de tres cuartos de siglo. La gaudilatría desencadenada por el año del sesquicentenario no ha detenido un sacrilegio artístico contra una arquitectura sagrada, erótica y comestible —pero no alimenticia— que hace a la Iglesia pecadora contra el patrimonio, ante la pasividad de los mismos tribunales que reclaman la demolición del Teatro Romano de Sagunto, son incapaces de imponer disciplina urbanística a las parroquias ma-drileñas de Rouco o se extravían en los laberintos codiciosos de las inversiones eclesiales en paraísos fiscales y financieras corruptas. Los obispos españoles, que no aceptan el calificativo de inmoral para su ambigüedad ética ante la criminalidad étnica, deberían quizá reemplazar el cálculo político por un examen de conciencia que recuerde tanto el quinto mandamiento de la ley mosaica como la vocación universal de la iglesia de Pablo. Reclamamos a las teocracias islámicas una revolución ilustrada y laica que separe el dominio temporal del espiritual, pero el espejismo de la Ciudad de Dios sigue presente en el tercer milenio cristiano. En estos tiempos extraños y atribulados parece haber más espiritualidad en los arquitectos que en los clérigos.


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