Escribir una corta semblanza biográfica de don Ventura Rodríguez no es una tarea nada fácil a pesar de biografías que corren desde la primera de Pulido y Díaz hasta la de Juan Manuel Moreno publicada el año pasado. Sabemos, sí, que nació en Ciempozuelos en 1717 en una humilde familia de maestros de obras, y que murió en Madrid en 1785, ya celebrado como el «restaurador del arte clásico» en España. Sin embargo, de su personalidad, su comportamiento y su vida privada sabemos francamente muy poco. Su fama y su legado artístico se sostiene fundamentalmente en la producción, en verdad prodigiosa, de centenares de consultas, informes, dibujos, proyectos y obras realizadas por toda España.
Desde sus primeras experiencias como dibujante en el Real Sitio de Aranjuez entre 1727-1735, al servicio de ingenieros, arquitectos, y decoradores franceses e italianos —Marchand, Galluzzi y Bonavía—, y posteriormente con los arquitectos turineses Juvarra y Sacchetti en el Palacio Real de Madrid, Ventura Rodríguez atrajo la atención de sus superiores por su talento como dibujante. Fue esta habilidad particular la que le hizo salir de las sombras de los talleres de los Reales Sitios, de manera que su carrera comenzara a florecer bajo el patrocinio hispanófilo de Fernando VI. Ventura Rodríguez comenzó a desempeñar un papel importante en la creación de la nueva Real Academia de San Fernando, de la cual fue nombrado primer director de Arquitectura, y recibió sus primeros encargos importantes en la corte, los primeros de estirpe barroca como la iglesia de San Marcos. Sin embargo, a mediados de la década de 1750, Rodríguez ya había empezado a modelar su lenguaje piamontés, inspirado en Juvarra y Sacchetti, con reflexiones clasicistas y referencias herrerianas. Con todo, esta carrera ascendente sufrió un colapso total en 1759 con la llegada de Carlos III desde Nápoles, cuando fue despedido del servicio real y tuvo que buscarse nuevos apoyos y posibilidades de encargos.
Fue en este momento cuando Ventura Rodríguez comenzó a prepararse para una nueva carrera. Proclamar el papel de Rodríguez como ‘restaurador’ de la arquitectura nacional no respondía sólo a su relación con Herrera, sino a la amplitud del impacto que, a escala nacional, tuvieron sus obras realizadas por toda España, catalogadas en las listas tipológicas que nos transmitió su sobrino Manuel Martín Rodríguez, también arquitecto. La amplitud de la actividad de Rodríguez no puede explicarse sólo en virtud de una ampliación generalizada de las oportunidades que la profesión disfrutaba a la sazón en España. Mientras la mayor parte de los arquitectos de su generación optaron por la comodidad de trabajar en un contexto más limitado pero seguro y familiar —Francisco Sabatini en las obras del rey; Diego de Villanueva y José de Castañeda en la Academia; José de Hermosilla en el Cuerpo de ingenieros militares— Rodríguez, tras superar con éxito el traumático trance de su despido de las obras reales por Carlos III, tomó un camino muy distinto para mantener su actividad, un camino basado en la exploración de nuevas fuentes de patronazgo en las instituciones judiciales y administrativas más poderosas del reino, entre ellas el Ayuntamiento de Madrid y el Consejo y Cámara de Castilla. Se convirtió así en uno de esos ‘hombres versátiles’ que Kubler describió en The Shape of Time (la configuración del tiempo): flexible, con capacidad de maniobrar y negociar en momentos de grandes cambios y turbulencias.
Pero ¿que había en el carácter de Rodríguez que le capacitó para ampliar su actividad y su red de patronos? ¿Cómo fue que ese «mozo de particular habilidad», miembro de una modesta familia de albañiles, pudo elevarse a posiciones de enorme responsabilidad y se ganó el respeto de tantas personas notables de aquella sociedad? Entre estas se contaban los funcionarios que dirigían los Sitios Reales, los consiliarios de la Academia, el hermano del rey, grandes, cardenales y obispos, ministros, regidores del Ayuntamiento de Madrid y consejeros y fiscales del Consejo y Cámara de Castilla.
No fue a través de una herencia, una educación sobresaliente o una pensión en Roma o París: su capacidad se formó en sus años de actividad profesional y supo sacar provecho de su pericia en el trato social, apreciada por Pedro Rodríguez de Campomanes, el Infante don Luis de Borbón, el marqués de San Leonardo, el conde de Altamira, el duque de Alba o el cardenal Francisco Antonio de Lorenzana.
La Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, cuya sección de Arquitectura presidió Ventura Rodríguez, desempeñó un papel esencial en las transformaciones experimentadas por la arquitectura en la época. Primero, promoviendo el estatus del arquitecto como un profesional intelectual y, después, reuniendo en su entorno un estimulante grupo de colegas activamente implicados en discutir ideas nuevas y, con frecuencia, polémicas. La atención a las luchas de facciones dentro de la Academia nos ha distraído tal vez en exceso de los contenidos, los nuevos puntos de vista y las conexiones con la crema de la sociedad cortesana desarrollados en ese nuevo foro. Desde luego no faltó espíritu competitivo, ni celo en sostener opiniones, ni aspereza en las mutuas críticas, sobre todo cuando se trataba de manuscritos enviados para su publicación por la Academia. Y entre sus miembros se contaban quizás algunas personalidades algo turbulentas y mordaces como la de Diego de Villanueva, cuyas provocaciones y quejas tal vez han recibido más atención de la que merecen.
Aunque Rodríguez atravesó momentos nada fáciles en su vida, supo tomarlos como venían y superarlos. Sin duda, su sentido de la mesura, su urbanidad y su afabilidad le permitieron cambiar, seguir adelante y dejar a la posteridad una amplia obra construida, ayudado por su capacidad para navegar en el cambiante mar que a la sazón constituía el ambiente artístico madrileño. Supo encontrar nuevos clientes particulares e institucionales y responder a sus muy diversas exigencias mediante su capacidad para modular el ‘carácter’ de sus trazas de modo que respondiesen a los requisitos funcionales, económicos y expresivos, baza esencial en tales trances. La carrera de Ventura Rodríguez nos hace recordar que el papel del arquitecto no consiste sencillamente en diseñar, sino en estar al servicio de la sociedad.
Extracto del discurso leído en la Real Academia, con ocasión de la muestra sobre Ventura Rodríguez organizada para celebrar su tercer centenario.