Viviendas de animales
Hábitats no humanos
Vitruvio escribió que, en lo que toca a construir, los seres humanos deben mucho a los animales, pues la cabaña y la cueva no son sino versiones de otra arquitectura más primitiva: la del nido que hace el pájaro y la madriguera que excava el mamífero. Esta afinidad esencial ha sido reconocida por los arquitectos tanto como por los biólogos, hasta el punto de que exista toda una literatura interesada en los edificios animales, desde Constructores prodigiosos, de Rudofsky, y Arquitectura animal, de Von Frisch, hasta Animal Architects, de Pallasmaa.
Pero el problema de la ‘arquitectura animal’ no acaba aquí. Muchas veces, la fascinación por las construcciones espontáneas de los no-humanos se ha acompañado por el interés por una ‘arquitectura otra’ cuyos usuarios serían los animales. Usuarios con los que no se puede hablar y que probablemente no pondrán una reclamación si el resultado no es el adecuado, pero cuyas necesidades —tan específicas como variadas, y en general exigentes— justifican una suerte de ‘funcionalismo otro’: el funcionalismo extrahumano. Un funcionalismo de la arquitectura animal cuyos orígenes se confunden con los de las ‘casas de fieras’ que empezaron a construirse en sus palacios los príncipes del Renacimiento, antes de que se convirtieran en cifra de la ostentación de los monarcas absolutos y, más tarde, en exhibición de la pujanza de las sociedades burguesas y sus ‘parques zoológicos’. Un funcionalismo que después fue explorado por quienes supieron ver las posibilidades programáticas y formales de este tipo de arquitectura, desde el Berthold Lubetkin de la piscina de pingüinos hasta el Javier Carvajal del Zoo de Madrid, pasando por Cedric Price del aviario en Londres.
Son ejemplos que preceden a otros no menos innovadores y un punto inquietantes de Norman Foster, Bernard Tschumi o Snohetta (véase Arquitectura Viva 206), y que se complementan con los cinco ejemplos que, ordenados de acuerdo al tamaño de sus ocupantes, se han seleccionado para este dossier: un gallinero en Casa Wabi (México), de Kengo Kuma, compuesto por elegantes celosías; la escuela canina Educan en Brunete (Madrid), de Lys Villalba y Enrique Espinosa, donde los perros conviven con los humanos y los pájaros en unos espacios definidos por el color; la granja Shatwell en Yarlington (Reino Unido), de Stephen Taylor Architects, una suerte de stoa para cincuenta vacas; las caballerizas en Lo Barnechea (Chile), de Matías Zegers, que toman la forma de una cabaña elemental; el centro de estudio de elefantes en Surin (Tailandia), de Bangkok Project Studio, en el que el hormigón y el ladrillo crean una atmósfera adecuada para la recuperación de los paquidermos.
Todos ellos son sofisticados ejemplos de funcionalismo animal que no dejan por ello de resultar manifiestos de las obsesiones plásticas y constructivas de sus autores. Unas obsesiones humanas, demasiado humanas.