Sociología y economía 

Gestos de fuerza

Inaugurado en la Babel neoyorquina, el año vino a morir en la Babilonia iraquí, donde la fuerza de Occidente incuba el terror difuso de un siglo inseguro.

30/04/2004


Prefiriendo la  razón de la fuerza a la fuerza de la razón, la única superpotencia del siglo XXI utiliza el trauma del 11-S para imponer un nuevo orden imperial en el planeta. Pese a las reticencias de sus aliados, Estados Unidos ocupó Irak con el propósito de modificar los equilibrios geopolíticos en un mundo donde el acceso a la energía sigue siendo el factor esencial, y donde el terrorismo islámico se perfila como el elemento desestabilizador más amenazante; pero el éxito militar no ha hecho el planeta más seguro, ni ha consolidado el liderazgo económico norteamericano, que —ante los desacuerdos de la Unión Europea, el estancamiento de Japón, el declive de Rusia o las incertidumbres de India o Brasil—ve el musculoso desarrollo de China como el más visible riesgo para su hegemonía futura. De la reconstrucción de la Zona Cero neoyorquina a los proyectos de Pekín olímpico, una arquitectura de gestos y símbolos da cuenta de la temperatura emocional de un tiempo más atento a los gritos que a los susurros.

La crisis de invierno

Manhattan fue escenario, durante el invierno, de dos forcejeos simultáneos: en la sede de Naciones Unidas, Washington intentó persuadir al Consejo de Seguridad de la necesidad de atacar Irak en búsqueda de unas elusivas «armas de destrucción masiva»; y en el solar de las Torres Gemelas, los arquitectos se esforzaron en presentar sus alternativas para una reconstrucción que regenere el tejido urbano y recuerde a las víctimas. La primera pugna se saldó con el fracaso de la estrategia multilateral y la decisión estadounidense de emprender la guerra con el apoyo militar de Gran Bretaña y el respaldo retórico de España, frente a un rechazo popular que cristalizó el 15 de febrero en la mayor manifestación de la historia; la segunda, con la victoria de Daniel Libeskind, que utilizó su condición de judío e inmigrante para defender con patriotismo chovinista un proyecto fracturado y elegíaco, rematado por una torre que evoca la Estatua de la Libertad y se eleva hasta la altura simbólica de 1.776 pies.

Mientras la ONU trataba de disuadir a EEUU del ataque a Irak, Libeskind ganaba el concurso para la Zona Cero (arriba); y Koolhaas y H&deM irrumpían en el escenario del Pekín preolímpico con grandes proyectos (abajo).

En el otro extremo del mundo, Pekín pre-paraba su irrupción espectacular en la escena planetaria con ocasión de los Juegos de 2008, adjudicando a dos oficinas europeas —tras sendos concursos, y en ambos casos con la colaboración del ingeniero Cecil Balmond— las obras más significativas de la cita deportiva: el holandés Rem Koolhaas (defensor por cier-to de la alianza euroasiática frente a la arrogancia americana) construirá en forma de bucle la sede de la CCTV, la televisión que transmitirá el evento; y los suizos Herzog y de Meuron levantarán el estadio olímpico como un nido tejido con hebras titánicas de acero.

Primavera violenta

La guerra en Irak —que ocasionó también el saqueo de su patrimonio cultural y arqueoló-gico, en el Creciente Fértil donde nacieron las ciudades— se inició al mismo tiempo que la primavera, y sus consecuencias ominosas apagaron el fulgor de los premios arquitectónicos de la estación. El premio Pritzker al veterano Jørn Utzon (autor de la Ópera de Sidney, pero también del Parlamento de Kuwait, arrasado por las tropas de Sadam Husein en 1991) se entregó en Madrid sin que el galardonado abandonara su refugio mallorquín; el premio europeo Mies (que recayó en un pequeño intercambiador de Estrasburgo) fue recibido en Barcelona por la iraquí Zaha Hadid, en un año que vio también la terminación de su primera obra americana en Cincinnati; y el Praemium Imperiale japonés distinguió a su profesor en la Architectural Association, Rem Koolhaas, autor de una bandera de código de barras para la Europa que debe mirar hacia Asia.

El galardón más preciado de la arquitectura, el premio Pritzker, se otorgó al danés Jørn Utzon, autor de obras maestras como la mítica Ópera de Sidney (abajo). Para tener una imagen igualmente memorable se diseñaron en clave escultórica dos auditorios inaugurados en 2003: el de Santa Cruz de Tenerife, de Santiago Calatrava (abajo), y el Disney Concert Hall en Los Ángeles, de Frank Gehry.

Sus colegas en el Pekín olímpico, Herzog y de Meuron, inauguraron en Tokio la tienda de Prada (otro cliente compartido), terminaron en Basilea una novedosa institución artística (el Schaulager, almacén y exposición a la vez), y recibieron el premio Stirling británico por su Laban Dance Centre en Londres. Pero, al igual que sucedería después con la medalla de oro del Royal Institute of British Architects a Rafael Moneo, la medalla Alvar Aalto al colombiano Rogelio Salmona, o las distinciones españolas a Víctor López Cotelo, Alejandro Zaera o Mansilla y Tuñón, las celebraciones de las inauguraciones o los premios se vieron afectadas por el clima convulso del año.

Un verano sombrío

El urbanismo fue el protagonista del verano, tanto por la resaca en España de unas eleccio-nes regionales que debieron repetirse en Madrid tras un escándalo de presunta corrupción, y que centraron la atención en el «urbanismo basura» generado por la burbuja inmobiliaria, como por el colosal apagón en la Costa Este americana el 15 de agosto —y en Italia un mes más tarde—, que obligó a reflexionar sobre la fragilidad técnica de la ciudad y el territorio posindustrial, en sintonía con la preocupación por la seguridad agudizada por el incremento de las acciones terroristas en el mundo.

Mientras tanto, en el mismo solar del 11-S donde se engendró este nuevo urbanismo del terror, el segundo aniversario de la catástrofe alumbraba nuevos planes para la Zona Cero, incorporando al británico Norman Foster, al francés Jean Nouvel (autores de los rascacie-los en forma de obús que se están terminando en Londres y Barcelona respectivamente) y al japonés Fumihiko Maki para los proyectos de las torres —la más alta de ellas se había adjudicado previamente al norteamericano David Childs, de SOM—, y al español Santiago Calatrava para el de la terminal subterránea de transportes; decisiones éstas que redujeron al ganador del concurso, Daniel Libeskind, al papel de asesor artístico del conjunto.

Signos del otoño

El valenciano Calatrava —que tras vivir en Zú-rich y París proyecta afincarse en Manhattan, como ha hecho Libeskind dejando Berlín—fue también protagonista del comienzo de la temporada de otoño, con la inauguración de su auditorio en Tenerife, un gran gesto a orillas del Atlántico que ha tardado 15 años en completarse, lo mismo que el Disney Hall de Frank Gehry en Los Ángeles, otro extraordinario ejemplo de obra escultórica en la tradición del Sidney de Utzon y su propio Guggenheim en Bilbao. En contraste con estos auditorios espectaculares, el de Francisco Mangado en Pamplona ofrece un modelo de arquitectura urbana y sosegada, acaso metáfora de la serenidad civil imprescindible en una coyuntura de la vida española crispada por las tensiones na-cionalistas en el País Vasco y Cataluña.

En el marco de una Europa todavía dividida por la intervención en Irak, el año se cierra en el escenario simbólico de Berlín, donde Rem Koolhaas ha inaugurado la embajada holandesa y una exposición retrospectiva de su trabajo en la Neue Nationalgalerie —coincidiendo con la terminación de su centro de es-tudiantes en el IIT de Chicago, otra obra mítica de Mies— que aspira a ser un testimonio crítico de la sensibilidad política de la arquitectura, en un tiempo tormentoso marcado por la fuerza de los gestos y los gestos de fuerza.


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