Exorcismos urbanos
Los rascacielos expresan la arrogancia del poder político y económico, en una sociedad desigual y fragmentada que rinde culto al éxito y a la fama.
La arquitectura ha transitado del espectáculo al escándalo. Tanto los proyectos singulares como las urbanizaciones plurales se colorean con la sospecha del cohecho, y los filósofos resucitan el viejo espectro del pacto fáustico entre la arquitectura y el poder. Las estrellas del ramo aparecen aso-ciadas a sátrapas, y los profesionales de infantería se descubren en compañía de concejales dudosos y comisionistas seguros. El crecimiento económico alimenta la actual floración de rascacielos emblemáticos y edificios totémicos, mientras el boom inmobiliario transforma el territorio en un magma indiferente, y esa combinación de gritos simbólicos y susurros hipotecarios ha construido una ciudad que sentimos ajena. Sin embargo, la urbanidad icónica y anónima es el retrato fiel de una sociedad próspera y superficial, que rehúsa reconocerse en el espejo oscuro de la ciudad cotidiana. Los medios emplean los términos ‘especulación’y ‘corrupción’ como mantras hipnóticos que ocultan la legitimidad estructural del desarrollo urbano, y los jueces ofician un exorcismo preelectoral que finge expulsar demonios y miasmas de un cuerpo social robusto y sano, pero ni los unos ni los otros se sienten responsables de ese Moloch de hormigón al que han dado forma nuestros deseos compartidos.
Frente a centros históricos, la torre de Pelli en Sevilla para las cajas de ahorro y la de RMJM para Gazprom en San Petersburgo (también concursaron H&deM, OMA y Libeskind, entre otros) muestran la mediocridad de los nuevos iconos del poder.
Sí, tenemos la ciudad que hemos querido, y acaso también la que nos hemos merecido. Modelada por colosales fuerzas históricas —demográficas y técnicas—, que la política apenas encauza y que la arquitectura sólo hace visibles, la ciudad contemporánea no es una geografía voluntaria, sino la expresión construida de lo que somos. Rasgarse las vestiduras ante la manifestación material del poder financiero, o escandalizarse frente a la extensión indiscriminada del asfalto, es tan farisaico como deplorar que los faraones construyeran pirámides, y tan hipócrita como llorar la destrucción de la costa donde hemos comprado el apartamento. Una sociedad desigual, que rinde culto al éxito económico y siente devoción por la celebridad, no puede lamentar que los contrastes se adviertan en el perfil urbano; y una sociedad hedonista, que persigue la satisfacción personal con ensimismamiento narcisista, no debe censurar que el ámbito de lo colectivo haya sido desventrado por un miríada de apetitos individuales. Nuestra Babel horizontal es el resultado del asilvestramiento de la humanidad, y los que predican la liberalización como panacea prefieren ignorar que seguramente no necesitemos más libertad, sino menos. La crisis de la ciudad no se dirime tanto en los tribunales de justicia como en el tribunal de la opinión, y ese escenario está ensordecido por unos medios adictos a la sensación, que entienden el escándalo como una variedad del espectáculo.
El que Vladimir Putin quiera llevar a su San Petersburgo natal la sede de Gazprom, levantando un rascacielos que dejará pequeña la catedral de Smolny al otro lado del río Neva, es tan explicable como el empeño de las cajas de ahorro sevillanas por construir, al borde del Guadalquivir, una torre que duplique la altura de la Giralda para albergar su futura sede común. Rusia exhibe la musculatura energética con la que intimida a la Unión Europea o a las repúblicas ex soviéticas de la misma manera que Sevilla se afirma frente a Málaga como capital económica andaluza: erigiendo colosos en ciudades históricas, y utilizando para ello a compañías controladas por el poder político. Tanto en el Neva como en el Guadalquivir, los arquitectos son comparsas en dramas urbanos cuyos argumentos no escriben —por más que se brinden a ofrecer imágenes seductoras o lemas publicitarios—, y cuyos protagonistas son ciertamente otros; una buena ilustración es la indiferencia con que fue acogida la renuncia a participar en el jurado del concurso ruso de los tres arquitectos extranjeros invitados, entre los cuales el británico Norman Foster, que construye en Moscú una torre de mayor altura que la que hoy ostenta en Taipei el récord del mundo, una circunstancia que no le impidió dar en San Petersburgo una muestra tristemente estéril de independencia.
Nada parece ser capaz de detener la arrogancia del dinero y el petróleo. En España, el boom in-mobiliario ha producido una nueva generación de millonarios, y unas empresas constructoras que están orientando su expansión hacia el sector de la energía, pero en otras partes del mundo son más bien los recursos energéticos los que alimentan la explosión urbana. Dubai, por ejemplo, que se jacta de usar la cuarta parte de las grandes grúas del planeta, tenía dos rascacielos en 1999, tiene hoy veinte, y tendrá noventa en 2012: un formidable crecimiento impulsado por los pozos del Golfo y canalizado a través de empresas respaldadas por el gobierno, que espera convertir la ciudad en un centro financiero con este Manhattan del desierto, donde ya está a medio construir la torre que superará a Taipei y Moscú en la carrera de la altura. Son igualmente pujanzas petroleras las que impulsan el auge urbano de lugares tan remotos como Astana, la nueva capital de Kazajistán en las heladas estepas de Asia central, donde el mismo Foster ha inaugurado una monumental Pirámide de la Paz y tiene en marcha una ciudad del ocio con golf, playa y clima artificial bajo una carpa titánica; o como el nuevo centro de negocios de Khartoum en la confluencia del Nilo Blanco y el Nilo Azul, el mayor complejo en construcción de África, coronado por las sedes de las dos compañías petroleras que extraen el crudo de Sudán para los mercados chinos.
El maremoto urbano impulsado por la prosperidad acelerada, que está transformando los paisajes del planeta, arrastra también a los arquitectos con su ímpetu caudaloso, y muchos juzgarán ocioso entretenerse con melindres. ¿Coquetear con Putin, el líder de una superpotencia que está renovando viejos modos despóticos, pero cuyos favores se disputan Angela Merkel y Jacques Chirac? ¿Trabajar para Nursultan Nazarbayev, el dictatorial y mesiánico presidente kazajo, pero al que no se recatan de reci-bir la reina de Inglaterra o el rey de España? ¿Construir para un régimen sudanés que está en guerra con parte de su propio pueblo, pero cuyo petróleo protege de la condena internacional por las matanzas de Darfur? Son preguntas sin respuesta, porque en su formulación maniquea está implícita la vigencia de una realpolitik que excluye cláusulas de conciencia, y que ha hecho de la gobernanza global una ficción estrepitosamente desnudada por la crisis climática. Y no muy distintas son las cosas en nuestro patio de Monipodio, con el agravante de que las disputas de galgos y podencos impiden perseguir siquiera los egoístas intereses nacionales en el puerto de arrebatacapas del desgobierno planetario.
La mejor oficina global, Foster and Partners, se extiende con sus obras por el planeta, desde la torre de Moscú (abajo) hasta el rascacielos de Siberia o el colosal centro de ocio en la capital de Kazajistán, Astana (abajo).
Construyan para tiranos o contribuyan a la suburbanización insostenible, los arquitectos tienen tan escaso control sobre las mutaciones urbanas como los políticos venales o los promotores codiciosos. En nuestro país, la inmensa mayoría de las obras que nos hieren, de los edificios que nos ofenden y de los desarrollos que nos desmoralizan son previsiblemente legales: aprobados por instituciones democráticas, diseñados por profesionales cualificados y promovidos por empresas cuyo ánimo de lucro sólo puede reputarse de legítimo. Es cierto, hacemos la ciudad y ella nos hace a nosotros; pero la ciudad que hemos hecho nos produce tanto desasosiego que tenemos que hallar la causa del malestar en desviaciones o patologías del sistema, y buscamos la responsabilidad última de la enfermedad en un hatajo de pícaros, sinvergüenzas y mafiosos, confiando en que la tarea purificadora de los jueces drene el organismo social de sus humores mefíticos. Sin embargo, es dudoso que la persecución de la corrupción urbanística suministre por sí sola una ciudad mejor. Necesitamos otras leyes, y sobre todo otro marco de valores que no haga del individuo indócil el protagonista de la historia, porque la cupiditas aedificatoria que nutre la construcción oceánica del territorio reside en nuestros corazones y en nuestras cabezas. Parafraseando al Borges de la Nueva refutación del tiempo, la ciudad es un tigre que nos devora, pero nosotros somos el tigre.