La casa-cueva que César Manrique comenzó a levantar en 1968 en Lanzarote desarrolla los requisitos de un programa autobiográfico mientras desborda la arquitectura. Terence Ri-ley percibió Taro de Tahíche como «un sueño de Jung». El propio artista la interpretó como parte de su identidad: «es una prolongación de mí mismo». Manrique inventa su mañana enclaustrándose en el basalto para abrir el horizonte al porvenir desprejuiciado, en un gesto de prehistoria futurista.
A su regreso de Nueva York, descubrió las burbujas volcánicas sobre las que fabricaría su casa-estudio en un río de lava: «Vi con enorme claridad su magia, su poesía, y, al mismo tiempo, su funcionalidad.» Desde el primer momento, fue consciente del alcance poético-paisajístico de su intuición. Concretaba su propósito en rendir tributo a la pureza de la arquitectura popular y encapsular la médula de Lanzarote y de su constructor: una casa-isla. Taro de Tahíche se convirtió pronto en una amalgama icónica, un vibrante escaparate de la isla y de su valedor, indiferenciables. Sus rasgos materiales fueron reforzados por la copiosa forma de habitar de su propietario. Casa y personaje se retroalimentaron en una pujante aleación...