Muchos conocen el chiste del bilbaíno que pide en una librería un mapamundi de Bilbao; pocos saben que la metrópoli vasca se ha propuesto hacer el chiste realidad. Dentro de siete años Bilbao celebra el VII Centenario de su fundación en 1300 por Diego López de Haro, y para entonces está prevista la terminación de un puñado de grandes proyectos que transformarán el rostro y el esqueleto de la ciudad. Diseñados por los primeros espadas internacionales, los proyectos —que se expusieron durante el mes de junio en el Museo de Bellas Artes de la ciudad— convertirán Bilbao en un mapamundi de arquitecturas, contribuyendo al esfuerzo por sacar a la capital vizcaína del largo túnel sombrío del desmantelamiento industrial, el declive económico y la degradación urbana.
Tras Sevilla y Barcelona, la regeneración de Bilbao es una asignatura pendiente de las instituciones españolas y vascas, que han puesto en marcha, en colaboración con su ayuntamiento, un vasto programa de obras públicas que persigue convertir la ciudad en la capital de servicios del arco atlántico entre Galicia y Bretaña. En competencia con Burdeos por el liderazgo de esa fachada marítima de Europa, la ambiciosa apuesta de Bilbao tiene el respaldo de su privilegiada posición geográfica y su sólida tradición industrial y comercial; pero está gravada por la obsolescencia de su tejido productivo y su estructura urbana, por la decadencia económica general de la comisa cantábrica y, desgraciadamente, también por la pesada hipoteca del terrorismo abertzale.
Ría medular
El eje vertebral del nuevo Bilbao será, desde luego, la ría del Nervión, que va poco a poco perdiendo su carácter áspero y enérgico de cauce turbio, industrial y portuario, para convertirse en una arteria fluvial que articula los núcleos de población de las riberas: desde el Casco Viejo hasta Algorta en la margen derecha, pasando por Deusto, Las Arenas y Neguri; y desde el Ensanche hasta Santurce en la margen izquierda, a través de Baracaldo, Sestao y Portugalete. La vieja ría de azufre y astilleros verá pronto apagarse el último homo alto y, desplazada casi toda su actividad portuaria a la boca de El Abra, se transformará en una Gran Vía acuática, corazón lineal del territorio metropolitano.
Entrelazada en su trayecto con el nuevo metro, cuyos túneles corren próximos al cauce, y atravesada por siete nuevos puentes, la ría dejará de ser una frontera física y social; la recuperación de las márgenes y el levantamiento de líneas ferroviarias obsoletas que seguían el curso del agua permitirá crear paseos de ribera, y el Bilbao que vivía de espaldas a la ría hará de ésta su avenida principal. Como sucedió en Barcelona con la supresión del ferrocarril de la costa y el trazado de la Villa Olímpica que asomó la ciudad al mar; y como se hizo en Sevilla con la eliminación del ramal ferroviario tangente al cauce fluvial y la construcción de media docena de puentes sobre el Guadalquivir que reconciliaron a la ciudad con su río; de igual manera, y apoyándose también, como Barcelona y Sevilla, en un cinturón viario de circunvalación y en un aeropuerto renovado, Bilbao se regenerará desde el tránsito y el agua, en el flujo caudal de su ría medular.
Este formidable programa de renovación urbana, contenido en el Plan General que redactaron sucesivamente los arquitectos Ibón Areso y Mikel Ocio, y en el que se prevé la inversión de alrededor de 30.000 millones de pesetas anuales durante los próximos diez años, tiene su rostro simbólico en las realizaciones arquitectónicas, ninguna de las cuales —con la excepción de las estaciones del metro, diseñadas por el británico Norman Foster— se ha iniciado aún. Bilbao es pues, en este momento, una ciudad poblada de maquetas e intenciones: el tiempo, el azar y la voluntad de todos dirán cuántas de ellas llegan a buen término.
Sobre la obra del metro, sin embargo, recae poca incertidumbre, como habrá podido constatar quien haya recorrido la sombría caverna de sus túneles interminables, excavados bajo la ciudad —y en ocasiones bajo la ría— con el aplomo imponente y sobrio de las grandes obras públicas. En este empeño colectivo, al que todavía faltan varios años para ver su culminación, la inteligencia ingenieril de los túneles va pareja con el refinamiento proyectual de las estaciones, algunas de las cuales están casi terminadas; en ellas, Foster ha colocado los accesos, taquillas y controles en una bandeja ingrávida sobre las vías, a modo de entreplanta visible desde los andenes, y enmarcada como ellos por la rigurosa bóveda de piezas modulares de hormigón.
La regeneración económica y urbana de Bilbao va a contar con la participación de varias figuras del panorama arquitectónico internacional, entre las que se cuentan Norman Foster, diseñador del ferrocarril metropolitano (arriba), y Frank Gehry, que construirá la sede del Museo Guggenheim (abajo).
La otra gran obra ferroviaria —la estación intermodal de Abando, situada estratégicamente entre el Casco Viejo y el Ensanche— fue encargada también a un arquitecto británico, el recientemente fallecido James Stirling, que propuso una solución finalmente abandonada. Tras su muerte, ha sido su socio Michael Wilford el autor del proyecto que se aceptó definitivamente para esta estación mixta de ferrocarril y autobuses —con algunos usos hoteleros, comerciales y de oficinas— que exigió el nuevo trazado de las vías. La propuesta, un tanto vacua y formalista, sitúa un cubo inclinado y un cilindro en los dos extremos de una rebajada cúpula elipsoidal que cubre los andenes. Es difícil saber si en su ejecución se mejorará lo elemental del planteamiento; pero es seguro que añoraremos al maestro Stirling.
Para el aeropuerto se ha elegido al inevitable Santiago Calatrava, que construirá también una pasarela en Uribitarte. Ninguno de los dos proyectos ofrece grandes novedades. Tanto el amplio vestíbulo aeroportuario en forma de pájaro, como el arco inclinado que sostiene la pasarela curva, son recursos habituales en el repertorio del veloz arquitecto hispano-suizo. En contraste con las formas dinámicas de Calatrava, el mayor edificio de la administración pública que se construirá en la ciudad —el nuevo Palacio de Justicia— se ha proyectado sobre la base de una malla estructural reiterativa y enfática; sus autores, los jóvenes arquitectos de Vitoria Roberto Ercilla y Miguel Angel Campo, han primado, con resultado incierto, la expresión geométrica sobre la representación institucional.
En los dos grandes edificios culturales del Bilbao futuro —el Museo Guggenheim y el Palacio de Congresos, emplazados ambos al borde de la ría— se ha producido una combinación similar de talentos consagrados y jóvenes valores. El polémico Guggenheim lo construirá, como es sabido, el californiano Frank Gehry, que en la última versión de su proyecto ha privilegiado aún más los componentes escultóricos de su propuesta primera: un pulpo aristado de chapa de acero que extiende un tentáculo hasta el puente de La Salve. El concurso del Palacio de Congresos y de la Música, por su parte, fue ganado por dos jóvenes arquitectos madrileños, Federico Soriano y Dolores Palacios, con un gran volumen de curvas tensas y piel metálica que recuerda un navío en dique seco.
Capital atlántica
Entre los emplazamientos de estos dos edificios culturales se extiende una banda de terreno ocupada por instalaciones industriales y de transporte en desuso, que separa el Ensanche de la ría; sobre esta zona de Abandoibarra —para la que el norteamericano Pei propuso hace dos años una urbanización con un gigantesco rascacielos emblemático que no llegó a cuajar— se ha realizado recientemente una consulta internacional al objeto de crear allí un distrito central de negocios que refuerce el papel de Bilbao como capital financiera y de servicios en el arco atlántico. A la consulta, celebrada después de una fase de concurso ganada por los equipos encabezados por Eduardo Arroyo y Francisco Mangado, fueron invitados también Ricardo Bofill, José Antonio Fernández Ordóñez —con Junquera y Pérez Pita— y César Pelli, siendo el trabajo de este último el que obtuvo unos comentarios más favorables del jurado. Toca ahora al Ayuntamiento desarrollar un plan definitivo para la zona, que es una pieza básica de su apuesta por la transformación de una ciudad industrial en otra de servicios.
Seguramente ha llegado la hora de Bilbao. Pero en este momento de euforia proyectual conviene recordar que la arquitectura no salvará la ciudad. Las equívocas esperanzas alimentadas por la operación Guggenheim —de la que se pensó que podría servir como aval de la ciudad ante el capital extranjero— ocultan la dimensión esencial del dilema bilbaíno: la hemorragia que sufre de su principal riqueza, el capital humano. Mientras Bilbao no recupere la confianza de las élites financieras, empresariales y técnicas vascas, es inútil que trate de mejorar su perfil internacional con arquitecturas de prestigio. La violencia terrorista, de tan dramática actualidad, es sin duda el elemento clave: sólo si el terror se embalsa fluirá la confianza. Y el Bilbao de hierro y fuego será de vidrio y agua.