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La última casa

Sobre héroes y tumbas

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La última casa

Sobre héroes y tumbas

Javier Rodríguez Marcos 
28/02/1999


¿Qué ha quedado del arte tumbal a lo largo del siglo xx? ¿Cómo han interpretado lo arquitectos de este siglo un tema, nunca mejor dicho, inmemorial? (...) ¿qué aporta la casa de los muertos a la arquitectura y el arte de nuestro tiempo? A estas preguntas, formuladas por el ensayista y arquitecto Pedro Azara en la introducción, trata de responder de forma gráfica un libro que recoge —descartados los cementerios y los memoriales— sesenta ejemplos de tumbas proyectadas por clásicos modernos y últimos contemporáneos.

La última casa bien puede leerse como un apasionante libro de viajes. Con una mezcla inteligente de claridad y erudición, Azara recorre las tradiciones sepulcrales de la antigüedad hasta desembocar en los tiempos modernos, aquellos en los que, según Panofsky, el arte religioso en general y el funerario en particular tienen los días contados. Más allá del aviso de Malraux de que el siglo xxi será religioso o no será, bastaría repasar los templos de Johnson, Ando, Siza, Moneo o Meier para no dar por cerrado el debate. Respecto a la muerte, no habría más que recordar que acaso es lo único que nunca está en crisis.

Si en Grecia la misma palabra designaba tumba y casa, no deja de ser curioso contrastar los rasgos que imprimieron a sus proyectos funerarios los grandes maestros modernos, es decir, cómo adaptaron su ideario estético y cómo se enfrentaron a los riesgos fúnebres de la grandilocuencia, el sentimentalismo y la nostalgia. La curiosidad aumenta si además tenemos en cuenta que muchos terminaron diseñando su propia tumba.

De este modo, el periplo que nos lleva por todo Occidente nos lleva también a comprobar cómo Aalto se inclina por el Clasicismo, Saarinen por el Románico, Sullivan por Egipto o Terragni por el Neoclasicismo. Otros, entre tanto, no rompen la continuidad de una trayectoria en la que se insertan por igual vivos y muertos. Es el caso de Horta, Puig i Cadafalch, Hoffmann, Mackintosh, Loos, Le Corbusier o Rossi. Por su parte, Scarpa sería, él sólo, toda una muestra colectiva. Borges decía de Quevedo que más que un escritor era una literatura. De Scarpa cabría decir, a la vista de sus tumbas, que más que un arquitecto es toda una historia de la arquitectura: recorre con igual soltura los caminos de la figuración, los del Oriente destilado en Wright y los de la abstracción más personal y estricta.

Al final del viaje por el tiempo y el espacio que propone este libro, el lector tiene la sensación de que en una época que ha decretado la muerte del arte («Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo tampoco me siento demasiado bien», decía Woody Allen), la arquitectura de los muertos permanece como uno de los últimos reductos para el refugio de todas las formas y todos los simbolismos amenazados de extinción. El mismo lector, que puede echar de menos una mayor unidad de estilo en las memorias de cada proyecto y la reproducción de imágenes históricas citadas en la introducción, comprenderá que estas páginas hablan tanto de la última casa del hombre como de cierta forma de conservar su memoria. 


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