El autor de la ‘corona de espinas’ se ceñía la frente con una corona de pámpanos. Por un azar irónico, la obra más conocida de Fernando Higueras (que murió en Madrid el 30 de enero) recibió un apodo popular contradictorio con el carácter hedonista del arquitecto, que prefirió siempre el placer de la vida a las disciplinas del dolor. Pero en la imaginación colectiva su trayectoria ahora clausurada es inseparable del Centro de Restauraciones en la Ciudad Universitaria madrileña, una flor nervada de hormigón con agujas de vidrio cuyo primer proyecto le valdría en 1961 el Premio Nacional de Arquitectura, y que no se terminaría hasta 1984 tras vicisitudes interminables, obteniendo en los medios el honor equívoco de una denominación que ocultaba la geometría perfumada de la rosa tras las espinas que erizan su contorno. Como esos frutos que protegen su pulpa con una cáscara punzante, Higueras escondía su dulzura generosa y sensual con unos modos violentos de profeta airado, a lo que contribuía su barba bíblica y su atuendo bohemio, así que su naturaleza no era del todo ajena a las espinas; sin embargo, sus explosiones efusivas en el trato eran la traslación cabal de sus arquitecturas expansivas, que se integraban en el entorno —y a veces lo dominaban— con grandes voladizos o aleros deudores de sus primeras fidelidades orgánicas.
Así ocurre en sus obras iniciales, la casa del pintor Lucio Muñoz en el paisaje granítico de la sierra madrileña—no lejos del escenario natural de un proyecto anterior para residencias de artistas, derramadas por el Monte de El Pardo mediante una descomposición papirofléxica que sorprende por su contemporaneidad— y el Colegio Estudio, en cuyas aulas laicas, deudoras del regeneracionismo de la Institución Libre de Enseñanza, había cristalizado el carácter del joven arquitecto. En los años sucesivos, Fernando Higueras construiría un conjunto de edificios que harían de él una de las figuras fundamentales del ciclo de prosperidad que se extiende hasta la etapa convulsa de la transición democrática —una época de auge económico que el optimismo de sus formas retrata bien—, pero en el Colegio Estudio se hallan ya los elementos esenciales de su arquitectura: el rigor geométrico, fruto sin duda de su talento y sensibilidad musical, hecho visible a través de estructuras rítmicas de hormigón que devienen el principal rasgo figurativo de su lenguaje; la empatía con la naturaleza, manifiesta a la vez en las formas orgánicas que evocan bosques esenciales y en la comunión con el paisaje a través de la cuidadosa interpretación topográfica y las tendidas cubiertas cerámicas; y la expresividad escenográfica, patente tanto en los interiores dramáticamente modelados por la luz natural como en los ecos teatrales de la representación tradicional que integran la obra en un continuo histórico.
Las obras realizadas en colaboración con Antonio Miró —que fue su socio entre 1963 y 1969— materializan esos principios con rotunda verosimilitud. Así ocurre en la Unidad Vecinal de Absorción de Hortaleza, una ejemplar actuación de vivienda mínima para chabolistas que usa las mis-mas galerías protegidas por amplios aleros del colegio o las casas de artistas; el Centro de Restauraciones, que se proyecta definitivamente en 1965 con una planta radial cuyos hormigones góticos evocan las geometrías necesarias de la vida elemental, del girasol o el cactus al erizo de mar; o las viviendas para militares en la madrileña calle San Bernardo, que muestran la capacidad de adaptación de su lenguaje vegetal y escultórico a un constreñido solar urbano. Pero es quizá en los proyectos no construidos —desde los cráteres aterrazados del proyecto inicial para el Centro de Restauraciones, el concurso del Pabellón Español en Nueva York o el plan de urbanización de Lanzarote hasta las explosiones congeladas de los concursos para el Teatro de la Ópera y el Palacio de Congresos, ambos en Madrid, o para el colosal edificio de Montecarlo, sin duda su propuesta más titánica—donde su talento se eleva a la altura vertiginosa de su ambición.
A Fernando Higueras le gustaba decir que, no siendo un genio, había descubierto a tres (Antonio López, César Manrique y Francisco Nieva), una declaración de amistades y aprecios que es asimismo un jalonamiento cordial de su propio territorio como creador. Con el pintor realista manchego —que en su día dibujó con meticulosa melancolía la obra detenida del Centro de Restauraciones, y para cuyo tío y maestro el arquitecto construiría en los ochenta el museo de Tomelloso— Higueras tenía en común la exactitud rigurosa y el talante figurativo que le hizo descreer del abstracto platonismo miesiano y abrazar la herencia de Wright. Con el artista canario —que sería su colaborador durante los setenta en los jardines del hotel Las Salinas de Teguise— compartía la pasión por el paisaje y el entendimiento de la práctica artística como la construcción de una utopía terrenal, y algo hay de la concepción de Lanzarote como paraíso volcánico en la arcadia dispersa de las casas de Higueras en los alrededores de Madrid, que convierten la isla encantada en un archipiélago serrano. Y con el escenógrafo y dramaturgo, finalmente, el arquitecto se comunicaba mediante un aliento gestual que se aproxima al borde del histrionismo espacial para evocar la veta brava de la tradición hispánica y el expresionismo del esperpento castizo, presente sin duda en la construcción valleinclanesca de su propio personaje que sugiere describir a Higueras con los mismos términos —eximio artista y extravagante ciudadano— empleados por Primo de Rivera para referirse al autor de las Comedias bárbaras.
Llegado el término de su itinerario biográfico, los balances más generosos verán en Fernando Higueras el eslabón generacional que enlaza a Félix Candela con Santiago Calatrava, y tanto su equidistancia cronológica como los vínculos de admiración con ambos avalarían esta interpretación heroica; los juicios más escépticos pondrán énfasis en el temprano agotamiento de su energía creativa (por más que sus años finales dieran obras como la ‘catedral de Pozuelo’, un tributo arcaico a las trompas de ladrillo), y no parece por ello injusto considerar su trayectoria parcialmente malograda; pero quizás el epitafio más exacto sea reconocer que Higueras supo atender a tiempo la recomendación del Aria del Piacere de Handel: «Lascia la spina, cogli la rosa». Nuestro arquitecto más báquico mudó la corona de espinas por la de pámpanos, y en su lápida debería grabarse una máxima de Ovidio que resume bien su espíritu carnal y libre: carpite florem.