El pasado 29 de mayo tuvo lugar la ceremonia de entrega del 23º premio Pritzker, concedido a Rem Koolhaas en su edición del año 2000. Celebrado en los terrenos del Parque Arqueológico de Jerusalén, el acontecimiento no podía haber tenido un escenario más espectacular: una terraza con varios niveles en la que cada una de las piedras está cargada de evocaciones milenarias; un paseo elevado desde el que se aprecia el embrujo de la luz del desierto; un extenso balcón desde el que se observa el perfil de esta magnífica ciudad, inexorablemente inmersa en un duelo entre la memoria y la fe. No se podía evitar una sensación ambivalente: Koolhaas recibía el codiciado premio en una ciudad cuya implicación en los avatares de la historia se manifiesta hasta en los detalles más nimios. En el momento mágico de los honores, se podía notar la incomodidad de Koolhaas al sentirse atrapado entre los restos arqueológicos de la Calle de Herodes, telón de fondo del acto. Nada podía resultar tan alejado de esa cualidad vertiginosa de la metrópolis contemporánea que tan querida resulta al arquitecto. Adosada y paralela al asombroso muro suroeste del Monte del Templo, esta calle quebrada nos recordaba a todos la fragilidad de la historia, al tiempo que reafirmaba su rostro humano.
La trayectoria profesional de Rem Koolhaas conserva su ritmo vibrante gracias a la fervorosa devoción que muestra por todo lo que suene a contemporaneidad. Con 56 años, el arquitecto holandés, aventurado explorador de los fenómenos urbanos más recientes, ha alimentado su actividad con el diluvio de información que cae sobre cualquier ciudad del planeta, una actividad que Koolhaas ha desarrollado con brillantez gracias a la palabra escrita, realzada por un fondo siempre cambiante de imágenes impresas y digitales.
En varias ocasiones a lo largo de la velada, Koolhaas fue presentado como «un arquitecto y un hombre de la palabra». Era una forma interesante de ungir al personaje, que hizo su entrada en el mundo arquitectónico a finales de los años setenta con la carga explosiva de sus sagaces manifiestos y sus mensajes taquigráficos. Con frecuencia, esos mensajes revelaban el placer malicioso del provocador perpetuo, una cualidad cultivada por Koolhaas a lo largo de los años con una precisión y una entrega exquisitas.
En su presentación del galardonado al público asistente, Ehud Olmert, alcalde de Jerusalén, le dio la bienvenida «al corazón del mundo entero», en una ferviente referencia a la ciudad. Después de que J. Carter Brown (presidente del jurado del Pritzker) y Thomas J. Pritzker (presidente de la Fundación Hyatt, promotora del premio) dijesen sus palabras de elogio y enhorabuena, Koolhaas procedió a pronunciar uno de los discursos de aceptación más rápidos y cortos que se recuerdan. Empezó contando una anécdota relativa a su primer encuentro con el problema judío, cuando tenía 21 años y estaba por primera vez en Nueva York; allí encontró también la cordial tutela de Peter Eisenman, su mentor mientras estudiaba en el Instituto de Arquitectura y Estudios Urbanos. Tras expresar su gratitud hacia Eisenman («que en mi opinión merece el Pritzker incluso más que yo»), Koolhaas aceptó el premio con una sonrisa algo forzada. Dando una pincelada de humor a su texto (por lo demás rigurosamente preparado), el arquitecto dio las gracias al jurado por «haber tomado una decisión tan acertada este año».
Dirigiendo siempre sus palabras al micrófono, Koolhaas reafirmó su convicción de que «nuestro cliente ya no es el Estado, sino esos particulares a menudo impulsados por audaces ambiciones que nosotros, los arquitectos, respaldamos sin reservas. El sistema es, definitivamente, la economía de mercado. Trabajamos en una era posideológica y, debido a la falta de apoyo, hemos abandonado la ciudad y otros problemas más generales. Los temas que inventamos y defendemos son nuestras propias mitologías, nuestras especialidades. No tenemos discurso alguno sobre la organización territorial, ni sobre el asentamiento o la coexistencia humana. En el mejor de los casos, nuestro trabajo explora y explota con brillantez una serie de condiciones singulares». Con su acostumbrado desdén por todo lo que sea más antiguo que la vanguardia rusa, Koolhaas rindió homenaje a las posibilidades que la realidad virtual ofrece a la arquitectura, un mundo que vislumbra regido no por el «ladrillo» (que en su opinión es culpable de «cuatro mil años de fracasos»), sino por el «ratón» («en el que Photoshop y el ordenador permitirán crear utopías instantáneamente»). Sin embargo, pese a las habilidades expresivas de Koolhaas y su brillante terrorismo verbal, las palabras sonaban vacuas dentro de esa cámara sublime de piedra sobre piedra que rodeaba a todos los presentes.
Una vez terminado el acto, se podía encontrar a Koolhaas —ya más relajado y rodeado de admiradores— en el American Colony Hotel, situado en el centro de Jerusalén. Allí, en el cómodo entorno de un séquito de amigos y simpatizantes, el arquitecto continuó pronunciándose sobre su obsesivo análisis de todo lo que configura la urbanidad global. Perfectamente consciente de las actuaciones arquitectónicas en un paisaje a menudo indiferente a la promesa de la arquitectura, Koolhaas expresó su deseo de estudiar el fenómeno de los centros comerciales, que actualmente está alterando la apariencia física de las ciudades. Como si examinara el cuerpo obeso de una sociedad a merced de uno de sus apetitos más incontrolables, Koolhaas mostraba su fascinación ingenua por una de las transacciones más antiguas de la humanidad, los caprichos del comercio, expresada con sus inimitables e impacientes bravuconadas.
Es en estos polos opuestos donde se encuentran las intuiciones puras de Rem Koolhaas, las profecías de un pensador global. Una vez que las oleadas retóricas alcanzan cierta distancia, lo que queda son los agudos oráculos del arquitecto, como éste que resonaba en sus observaciones finales: «A menos que rompamos nuestra dependencia de lo real y reconozcamos la arquitectura como un modo de pensar en todos los temas, desde los más políticos a los más prácticos; a menos que nos liberemos de esa eterna obsesión de especular sobre nuevos problemas, acuciantes e inmediatos, como la pobreza o la desaparición de la naturaleza, la arquitectura puede que no llegue al año 2050.»