La historia de las relaciones entre la arquitectura y la filosofía tiene un origen preciso. Con el fin de la idea clásica de belleza, la arquitectura, como el resto de las artes, se quedó huérfana de sus tradicionales principios normativos, y comenzó a extraer de nuevas canteras los materiales con que fundamentarse teóricamente. La disciplina pasó así de justificarse desde ‘dentro’ a intentar hacerlo desde ‘fuera’ y, con este propósito improbable, recurrió primero a la historia (los profusos revivals) y después a la técnica (la presunta modernidad prometeica), para saquear más tarde las teorías sobre el lenguaje, y acabar agotándose en un forzado ardor artístico cuyas consecuencias banales nos rodean por doquier.
En este periplo de contaminaciones arquitectónicas, la filosofía tuvo un papel protagonista en los años 1960, merced a la influencia de Heidegger y de la fenomenología en críticos como Christian Norberg-Schulz o Kenneth Frampton. Lo mejor que quedó de todo aquello fue una sensibilidad inédita por el lugar y por la materialidad de la arquitectura, capaz en sí misma de enriquecer la tabla rasa de la modernidad y de formar nuevos linajes estéticos que de un modo u otro han perdurado hasta hoy.
Con estos antecedentes, no sorprende que en la última década, y especialmente en el ámbito anglosajón, la arquitectura haya vuelto de nuevo sus ojos a la filosofía, pues la ya consuetudinaria orfandad normativa de la primera coincide hoy con una pertinaz crisis ideológica, causada por el nuevo paradigma de la globalización. A este oportuno giro crítico pertenecen algunas iniciativas encomiables, como el proyecto de investigación encabezado por Luis Arenas y Uriel Fogué (filósofo el primero; arquitecto el segundo), cuyo fin es dar cuenta de las afinidades contemporáneas entre ambas disciplinas, y cuyos resultados se recogen en el libro Planos de [inter] sección. Materiales para un diálogo entre filosofía y arquitectura, editado por Ricardo Lampreave.
El volumen consta de 22 ensayos, que en algunos casos resultan demasiado extensos (la brevedad es la cortesía del filósofo) y en otros se antojan demasiado cortos debido a su interés. Especialmente sucinto es el prólogo de los editores, en el que se echan en falta los criterios de selección de los textos y las conclusiones que cabría destilar, siquiera fuese provisionalmente, de las variadas ideas vertidas en ellos. Sin embargo, la lectura atenta de los ensayos conduce a la constatación de una sorprendente afinidad de tono, sostenida en la preferencia de atender a los aspectos políticos e ideológicos del espacio urbano y la arquitectura que a otras posibles líneas de investigación. En este sentido, Heidegger, Foucault o Arendt desfilan junto a Derrida, Serres o Latour para inspirar una nómina de aportaciones teóricas interesantes, entre las que cabe destacar la de José Luis Pardo, que deconstruye el concepto de ‘modernidad’ para volver a la idea aristotélica del espacio ciudadano; la de Massimo Cacciari, que utiliza la categoría heideggeriana del ‘lugar’ para analizar de una manera solvente la disolución de las ciudades en el territorio, o la de Luis Arenas, que extrae las conclusiones de esta disolución en el contexto del debate contemporáneo sobre el ‘posthumanismo’. También es meritoria la contribución de Uriel Fogué, que funde creativamente conceptos filosóficos y arquitectónicos en el crisol del tan repetido como incierto ‘diálogo entre humanos y no humanos’.
El indudable interés del libro sirve para atenuar sus limitaciones. Así, el pretendido carácter hermenéutico de la investigación resulta un tanto ilusorio, pues el trasvase de ideas se produce desde la filosofía a la arquitectura, y pocas veces al revés. Resulta también extraña la ausencia de referencias a filósofos tan relevantes como Hermann Schmitz, Martin Seel o Gernot Böhme, a los que se debe esa noción estética de ‘atmósfera’ tan afín a la arquitectura de hoy, lo que al cabo pone de manifiesto el triste descrédito que aún sufre la estética en cuanto disciplina mediadora entre el arte y la filosofía.
Estética del aparecer, de Martin Seel, es una lectura que puede contribuir a atenuar tal descrédito. Dialogando con las artes y apoyándose en la tradición fenomenológica de la mejor filosofía alemana, Seel propone el retorno a la ingenuidad perceptiva —la captación del mundo por medio de nuestros sentidos— como solución para franquear los límites impuestos a la estética por parte del arte conceptual. A través de una panoplia de conceptos adecuados y eficaces (‘aparecer’, ‘atmósfera’, ‘constelaciones’), el autor abre las puertas a una manera cabal de entender las prácticas artísticas: la posibilidad de ampliar la experiencia humana con mundos estéticos inéditos, y de revitalizarla a través del cuerpo y la percepción. ¿Cabe, por otro lado, mayor ambición para la arquitectura?