Una de las decisiones menos controvertidas de la presidencia de Barack Obama fue destinar 3.000 millones de dólares a la creación de lo que desde años viene considerándose la piedra filosofal de la neurociencia: el mapa de la activividad cerebral de nuestra especie. Tal mapa, que podría ser tan importante como lo fue en su momento el desciframiento del genoma humano, está todavía lejos de delinearse, pero el empeño en lograrlo cuanto antes está dando ya frutos en los cientos de artículos y libros que se publican todos los años sobre el impacto de la neurociencia en todo tipo de ramas del saber, desde la antropología hasta la sociología, pasando por la la economía.
No han sido muchos, sin embargo, los que se han aventurado a indagar en las conexiones entre las artes plásticas y las ciencias del cerebro, y este vacío relativo dota de valor a dos libros recientes cuyo propósito es aproximarse a la arquitectura y al arte desde la perspectiva neurocientífica: Mind in Architecture y Art et technosciences. El primero es una colección de ensayos compilados por Sarah Robertson y Juhani Pallasmaa, en la que biólogos, psicólogos y arquitectos intentan desvelar los modos en los que el ambiente construido afecta a nuestro comportamiento y sensibilidad. El propósito es dar con los factores cerebrales que definen la relación del ser humano con su entorno, y evaluar en qué medida tales factores pueden ser la base para una ‘teoría ampliada’ del diseño que ayude a proyectar espacios más ricos sensorialmente y también más significativos.
Así planteada, la propuesta no deja de ser atractiva, y al interés del tema en sí mismo se suma la calidad de algunas contribuciones del libro, en especial las de dos historiadores que llevan años trabajando en estos asuntos, como Harry F. Mallgrave —que propone un riguroso recorrido histórico— y Alberto Pérez-Gómez, que, siguiendo las lecciones de Antonio Damasio, contrapone dos modos de entender el cerebro y, en realidad, también la arquitectura: el cartesiano y el fenomenológico actualizado ahora en la neurociencia. Mucho más previsible es Juhani Pallasmaa, en cuyo artículo las ciencias del cerebro se convierten en la coartada perfecta para justificar cierta ideología arquitectónica, la ‘fenomenológica’, donde se prima lo háptico sobre lo óptico y lo atmosférico sobre lo tectónico, para denunciar la modernidad globalizada. La actitud de Pallasmaa es compartida por otros colaboradores del volumen, en cuyos textos las mejoras en el conocimiento del cerebro se asocian a un presunto ‘cambio de paradigma’ arquitectónico. Se trata de un acercamiento a la ciencia que se acaba traduciendo en retórica, y que da pie a una crítica que, so capa de su carácter ‘científico’, adopta sin complejos un carácter operativo, es decir, se pone al servicio de un programa estético o ideológico determinado.
En este sentido, muestra más desapasionamiento el filósofo Marc Jimenez en Art et technosciences, un libro que sigue la tradición de los breviarios ‘Que sais-je?’ para plantear cincuenta preguntas y otras tantas respuestas que van definiendo paso a paso lo que el autor denomina ‘neuroestética’, disciplina a caballo entre la estética tradicional, las ciencias cognitivas y la neurociencia. Más allá de la trivialidad de algunas preguntas y de la dispersión por momentos incómoda del libro, el enfoque de Jimenez resulta valioso por su perspectiva amplia y su modo de incardinar lo científico en un sustrato cultural variable y contingente, eludiendo los determinismos y las simplificaciones a las que tan aficionados han sido hasta ahora quienes han intentado dar a las artes plásticas una base científica: de Gustav Fechner y la estética fisiológica del siglo XIX a Semir Zeki y su neuroarte.
En conclusión, y glosando a Lewis Mumford: no debemos pedirle a la ciencia más de lo que realmente nos puede dar, sobre todo si hablamos de arquitectura. Tras su ropaje objetivo, la ciencia suele esconder ideología.