Un nuevo estudio sobre la arquitectura del Madrid de entreguerras acaba de aparecer; y lo ha hecho con oportunidad ahora que, a casi un siglo de aquellas avanzadillas, se repiensa —y resitúa en la historiografía— la acción renovadora de aquel grupo de arquitectos modernos.
Este libro ha aparecido, además, con personalidad propia: ¿Tiene ello que ver con el hecho de que el autor no sea arquitecto ni historiador especializado en arquitectura? Fernando Castillo, licenciado en Ciencias Políticas y de la Información, dedicado largamente a la historia, ha intentado y logrado desde nuevos puntos de vista— esta lúcida excursión a través de uno de los mejores capítulos de nuestra arquitectura...
Madrid y el arte nuevo. Vanguardia y arquitectura (1925-1936) surge como aportación al conocimiento de los entresijos —sociales, culturales, políticos— que se fueron imbricando con ese agitado devenir de la arquitectura. Establece la interacción entre grandes nombres de los distintos campos de la cultura; entreteje la generación de arquitectos ‘del 25’ con la literaria ‘del 27’; presenta, en definitiva, un ambiente («el 27 era antes que otra cosa un ambiente», señala José Luis Abellán y nos recuerda Castillo).
Es relevante que ese ámbito, en el que actuaron los arquitectos de la ‘generación del 25’, se produjera en Madrid: un Madrid abierto, cambiante, caldo de cultivo idóneo para esa renovación. El hecho de que los arquitectos del llamado ‘racionalismo madrileño’ se empeñaran mucho más en la busca de la racionalidad que en el ‘racionalismo’ formalista que propiciaba la ortodoxia moderna (con la que algunos de ellos, caso de Lacasa y Sánchez Arcas, fueron abiertamente críticos) ha propiciado lecturas históricas que los postergan respecto a la vanguardia oficial representada en nuestro país por el GATEPAC. Conviene, pues, este estudio sobre el papel central del Madrid de la Edad de Plata en la conformación del ‘arte nuevo’ en España (cuestión que Castillo conoce bien y que ha reflejado en su reciente Capital aborrecida. La aversión hacia Madrid en la literatura y la sociedad, del 98 a la posguerra).
Hay en el libro un feliz —y llamativo— contrapunto: las ‘ilustraciones’. Los dibujos del pintor Damián Flores constituyen un cuerpo que va más allá; tienen algo de discurso paralelo —y aun contrapuesto-— al discurrir del texto: si este persigue el método racional de situar el hecho arquitectónico en sus condiciones de partida, los dibujos de Flores se nutren del valor poético de la descontextualización.
Esas imágenes del Capitol en una Gran Vía absolutamente vacía, las tribunas del hipódromo de La Zarzuela sin espectadores, las gasolineras de Fernández Shaw sin vehículos o las construcciones de El Viso como juego abstracto de geometría; esas arquitecturas inmersas en una luz crepuscular y que nos remiten a inquietantes y hopperianas atmósferas, connotan (por eliminación de todo aquello que acompaña a las habituales fotografías de arquitectura) la idea de un espacio metafísico y fuera de contexto: un paisaje urbano de inherente ahistoricidad.
La convergencia en este libro de ambas intenciones, tan enfrentadas, produce un eficaz y retórico juego de opuestos; apetecible, desde luego, para lectores que frecuentan los placeres de la arquitectura y, más aún, para los que en ellos quieren iniciarse. Madrid y el arte nuevo está destinado a cumplir ampliamente las expectativas de unos y de otros. Un logro, por tanto.