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Vermeer, Van Leeuwenhoek
En la Holanda del siglo XVII, el microscopio y la cámara oscura cambiaron para siempre la mirada. La historiadora neoyorquina Laura J. Snyder describe esta fenomenal mudanza perceptiva a través de dos personajes coetáneos: Antoni van Leeuwenhoek, que utilizó una lente para descubrir un mundo hasta entonces oculto, y Johannes Vermeer, que usó otro dispositivo óptico para lograr en sus obras una representación inédita de la luz. Nacidos en Delft en la misma semana de 1632, vivieron y trabajaron en la ciudad, tenían amigos comunes y Leeuwenhoek fue albacea de la herencia de Vermeer cuando el pintor murió, pero no hay constancia de que llegaran a conocerse. En el marco de una revolución científica que reclamaba observar, representar y medir la naturaleza, tanto el desarrollador del microscopio como el genial artista que usaba la cámara oscura se apoyaron en los últimos descubrimientos en el terreno de la óptica para extender radicalmente el alcance de la mirada, enredando inextricablemente el arte con la ciencia.
Las historias del arte y las historias de la ciencia suelen discurrir por raíles diferentes, pero la erudición y capacidad narrativa de la estadounidense trenza admirablemente los avances instrumentales que nos abrieron los ojos a lo diminuto con las herramientas ópticas que hicieron más fidedigna la representación del mundo, y explica cómo, si los filósofos de la naturaleza solían tener también una formación artística, los pintores se interesaban por los avances ópticos y se convertían en naturalistas a través de su relato minucioso del universo biológico y botánico. Leeuwenhoek trabajó con artistas que eran capaces de dibujar el mundo microscópico que se percibía a través de sus lentes, y Galileo no habría sido capaz de interpretar como sombras de montañas las manchas lunares que veía a través de un telescopio si no se hubiera formado como artista en su juventud. Pero para esto no necesitamos remontarnos a estos albores de la revolución científica: Ramón y Cajal no hubiera podido describir cabalmente la morfología de las neuronas si no hubiera sido también un excepcional dibujante, y tanto mi abuelo histólogo como mi padre microbiólogo interpretaban lo que veían a través del microscopio mediante la destreza en el dibujo.
El libro de Snyder, publicado originalmente en 2015 como Eye of the Beholder, apareció en castellano en 2017, y si lo reseñamos con tanta tardanza es porque ninguna otra obra refleja con tanta inteligencia y elocuencia esa revolución en la mirada de la que todavía somos deudores, así como la estrecha relación entre el arte y la ciencia. Leonardo da Vinci recomendaba a los pintores aprender a ver estudiando «la ciencia del arte y el arte de la ciencia», y las biografías paralelas de los dos genios de Delft ofrecen una ilustración ejemplar. Leeuwenhoek, que fue un extraordinario observador, no fue el único desarrollador del microscopio —la edición de Acantilado usa en su portada el de doble lente de Robert Hooke, el ‘conservador de experimentos’ de la Royal Society, mientras los más de cuatrocientos que fabricó el neerlandés eran de lente única—, ni Vermeer el único artista que usara la cámara oscura, tan popular que un conocido de nuestros dos protagonistas, el filósofo natural y aficionado al arte Constantijn Huygens, dijo que con su uso generalizado «toda pintura resulta muerta en comparación, porque esto es la vida misma, y algo más elevado, si uno pudiese expresarlo». Pero la coincidencia de ambos en el espacio y en el tiempo autoriza a buscar en el Delft del siglo xvii un nuevo modo de ver que sigue fertilizando la mirada contemporánea.