Obligado a escoger entre la técnica y la cultura, el hombre moderno se siente perplejo. El siglo XX ha generado una bibliografía inmensa para explicar esta perplejidad, desde la aventura excesiva de Spengler en su Decadencia de Occidente hasta la poética Pregunta por la técnica de Heidegger, pasando por las reflexiones de Ortega y Gasset, Habermas o Günther Anders sobre el asunto. La prolija y proteica obra escrita por Lewis Mumford (1895-1990) a lo largo de su dilatada vida, pertenece a esta familia y, en ella, El mito de la máquina —publicada originalmente en 1964 y editada ahora en castellano junto a su continuación El pentágono del saber— constituye un hito.
Célebre en el pasado siglo, el crítico de arquitectura, sociólogo e historiador Lewis Mumford es hoy un autor bastante olvidado quizá precisamente por aquello que en su momento constituyó su mayor gloria: el carácter erudito y humanista de sus escritos y su método transversal que transita de unos saberes a otros, desatendiendo los límites impuestos por las disciplinas y alumbrando gruesos tomos que tienen más el aire de ensayos novelescos que de sesudos manuales. Sin embargo, pese a esta aparente inactualidad, la obra de Mumford ha seguido teniendo adeptos entre todos aquellos atentos a las consecuencias negativas del desarrollo humano, especialmente los arquitectos.
¿Cuál es la intuición fundamental de El mito de la máquina? La hipótesis plausible de que la evolución humana no tuvo su origen en la anatomía de la mano o la construcción de herramientas —según quería el positivismo del siglo XIX—, sino en el desarrollo de las capacidades espirituales del hombre: el lenguaje y la creatividad artística. La cultura, así, precede a la técnica y el homo faber es reemplazado por el homo somnians, capaz de crear sociedades simbólicas cada vez más complejas, hasta llegar a un cambio trascendental: el originado por las ‘megamáquinas’, es decir, las organizaciones sociales —inmensas, jerarquizadas, inflexibles— que hicieron posible las ciudades de la Antigüedad. Será en esa época donde Mumford encuentre la expresión simbólica de la megamáquina: las grandes pirámides burocráticas que son el anticipo —como se desvela en El pentágono del poder— de esos monumentos siniestros de la ciega racionalidad instrumental que fueron los totalitarismos del siglo XX, barridos después por la nuevas megamáquinas (aparentemente democráticas pero no menos peligrosas) formadas por el crecimiento inconsciente de las sociedades capitalistas, simbolizadas por construcciones como el Pentágono o esa especie de ‘pirámides con aire acondicionado’ que fueron las Torres Gemelas. ¿Pervivirán las fértiles y anacrónicas ideas de Mumford hoy, cuando las Torres han caído, las megamáquinas se disuelven en la Red y todo tiende a fundirse en una tecnocultura?.