Unidades sociales de emergencia, Lima, 1970
Pese al rojo abstracto que tiñe su cubierta, este libro contiene un autorretrato. Indicio de ello son las dos fotografías con las que el volumen comienza y acaba. La primera atrapa las facciones reflexivas de un Antonio Fernández-Alba treintañero; la segunda, las de un hombre maduro y un sí es no es melancólico. Ambas son avisos del carácter del libro: un laberinto de tiempo en el que la memoria da cuenta a partes iguales de obras construidas y de inquietudes intelectuales.
Tardíamente publicado con motivo de la concesión en 2003 del Premio Nacional de Arquitectura, el volumen recoge toda la obra que Antonio Fernández-Alba (1927) ha ido pergeñando a lo largo de más de cincuenta años, desde el adustamente orgánico Convento del Rollo (1962) —que bastaría por sí solo para asegurarle un lugar destacado en la arquitectura moderna española— hasta sus rotundos edificios universitarios, pasando por sus ejemplares intervenciones sobre el patrimonio histórico o sus decorosos proyectos urbanísticos.
En cuanto autorretrato, la monografía es más que una simple compilación de obras. La prolija y, en ocasiones, muy bella documentación que ilustra los proyectos, deja siempre traslucir la voz propia del autor, que va haciéndose perceptible de una manera gradual: pautando el libro en varias partes o movimientos; tocando a la sordina en las memorias que explican los edificios; deviniendo finalmente solista en dos excelentes textos que son una suerte de confesiones intelectuales, acompañadas de un coro de ensayos en el que resuenan otras voces (Emilio Lledó, Juan Daniel Fullaondo, Luis Fernández-Galiano) que analizan y ponen en valor la obra del arquitecto salmantino.
Acaso no podía ser de otro modo en un creador que prefiere las ideas a los iconos, el meollo a la piel, y que siempre ha considerado la palabra una herramienta indispensable en la arquitectura. Son así palabras y no imágenes las que intitulan poéticamente las diferentes partes del libro, que van dando cuenta de las facetas diversas del autor. La primera, ‘Espacios y lugares de la ciudad’, recoge una nómina de casos en los que lo arquitectónico se explica a partir de lo urbano, desde la glorieta de Atocha en Madrid, en su vocación de civilizar la gran escala, hasta el proyecto del Banco de Bilbao, una alternativa precoz a los hoy pertinaces edificios icónicos, pasando por obras tan recias como el Colegio Hernán Cortés en Salamanca o tan mágicas como el Colegio Monfort en Loeches, cuyas arquitecturas saben dialogar con las tramas memoriosas de la ciudad y el paisaje.
Esta urbanidad atenta tanto al genio del lugar como al espíritu del tiempo late también como fondo en las obras contenidas en tres epígrafes diversos —‘Los recintos del saber’, ‘Lápidas sin adverbios’ y ‘La casa habitada’— que compendian edificios universitarios, religiosos y residenciales tan señeros como la Escuela Politécnica de la Universidad de Alcalá, con sus formas elementales que resuenan con las del admirado Louis Kahn, el ya citado Convento del Rollo, que supuso la introducción en España del organicismo de acento nórdico, o las siempre modernas viviendas de la calle Hilarión Eslava de Madrid, que el autor construyó para albergar su estudio profesional y también el de algunos de sus amigos del grupo El Paso.
El autorretrato termina con las reflexiones sobre el tiempo contenidas en las dos últimas partes del libro —‘Memorial de sombras’ y ‘Álbum de taller’—, en las que se compila el trabajo del autor en cuanto restaurador de trazas históricas —entre ellas, las de los invernáculos del madrileño Jardín Botánico o del Hospital de San Carlos—, y se acopia el material gráfico de un centón de proyectos por un motivo u otro abortados.
A medio camino entre la práctica y la teoría —las fábricas y las visiones—, la obra de Antonio Fernández- Alba ha sabido transitar sabiamente por el agitado paisaje de la arquitectura, marcado a lo largo del último medio siglo por los afanes posmodernos y existencialistas, los desmanes semánticos y los manierismos mediáticos, demostrando frente a ellos insobornable independencia y rigor disciplinar, ora en el quehacer profesional, ora en la apasionada brega como educador de varias generaciones de arquitectos. Siempre al margen de las modas, este compromiso crítico sigue siendo —más aún en los tiempos atribulados que corren— una perdurable lección de humanismo.