De las ‘meninas’ en las calles madrileñas al derribo de estatuas coloniales, el arte público ha caído en desgracia, convertido en un símbolo de gusto mediocre y en emblema del poder político que lo encarga o promueve.
El espacio público no es un museo al aire libre donde se coleccionan obras de arte en razón de sus cualidades estéticas. El paisaje urbano forma parte del archivo que preserva o excluye a determinados personajes o sucesos con el fin de servir de referencia en el proceso de construcción de la memoria y la identidad colectiva. En este sentido, un monumento es también siempre un automonumento a mayor gloria de quien en su día lo promueve o sufraga, de quien lo inaugura y de quien lo firma: elogio de la virtud como branded content. Y si de lo que se trata —como ha dado a entender la abrumadora concentración de personalidades en la reciente inauguración del llamado Árbol de la vida, de Jaume Plensa— es de salir en la foto de ese preciso momento, lo mismo nos podríamos limitar a eso, a la foto, y ahorrarle al vecindario la condena a convivir a diario con tanto desgraciado chirimbolo.
El País: De la decadencia del monumento público