Ya en el siglo XVIII constató el novelista inglés Samuel Johnson que cuando dos compatriotas suyos se encontraban, de lo primero que hablaban era del tiempo: casi inmediatamente se comunicaban el uno al otro lo que ambos sin duda ya sabían, que hacía frío o calor, que estaba nuboso o despejado, que amenazaba tormenta o prometía bonanza. Según el tópico, en Gran Bretaña se atribuye a los fenómenos atmosféricos un mayor significado que en el resto del mundo, y es cierto que, además de servir para romper el hielo en una conversación, hablar de la niebla y las nubes está profundamente arraigado en la cultura inglesa. Pensemos si no en los páramos azotados por el viento por los que vaga el rey Lear en su locura, en las cumbres borrascosas de Emily Brontë; en los cielos cubiertos de John Constable o en los paisajes de William Turner. Por otro lado, la observación meteorológica tuvo en su momento una importancia vital para una nación insular cuyo papel como centro del Imperio pudo mantenerse gracias a sus barcos y, consecuentemente, a su dominio de la navegación... [+]