Obituaries 

Luis Peña Ganchegui, 1926-2009

Master of the Place

Eduardo Mangada 
28/02/2009


Plaza del Tenis, San Sebastián

Luis Peña Ganchegui, nacido en Oñate en 1926, fue sepultado en el cementerio de Motrico el día 3 de abril, tras un funeral celebrado en la iglesia que allí construyó Silvestre Pérez, arquitecto aragonés, ilustrado y afrancesado. Arquitecto ilustrado también, Luis Peña puso su empeño en proyectar una arquitectura culta, nutrida de la modernidad más profunda, ajena a cualquier tentación regionalista o nacionalista, y asumió además la difícil tarea de construir en el País Vasco aceptando los límites y las reglas de juego que imponen tanto la sociedad como el paisaje.

La topografía, la ladera y la curva del nivel se presentaron ante este arquitecto como un reto, un condicionante y un impulso. Asumir la topografía como clave para establecer las masas y definir los volúmenes no suponía supeditarse a ella, adaptándose en un banqueo banal, sino enfrentarse a la misma, entrando incluso en conflicto con ella, para generar el nuevo edificio.

Si la línea de nivel sirvió como guía para asentar en el tejido urbano de Motrico las Casas Rosas (1965), Peña no dudó en tallar y terraplenar la ladera, generando una topografía nueva, enriqueciendo el territorio primitivo. Una actitud moderna, a la vez que renacentista, si recordamos el asentamiento de San Biagio, en Montepulciano. Unas operaciones que se manifestaron en las viviendas de Aizetzu (1964) y la Casa Imanolena (1964), ambas en Motrico, o el edificio Arrigain (1968) en Oyarzun.

Esta condición topográfica en la arquitectura de Peña fue una conquista trabajosa. Basta recordar su primera obra en Zarauz recién salido de la Escuela de Arquitectura de Madrid: la torre de Vista Alegre (1959). Un edificio concebido como un objeto aislado y autónomo, apenas apoyado en la falda de la colina como un poste o un árbol; preñado de intenciones, pero aún un ejercicio académico, casi una maqueta 1:1 en la que el estudiante, ya arquitecto, plasma ensoñaciones y homenajes. Entre brutalista y japonesa emerge una obra fina y sugerente de enorme plasticidad. El edificio y la forma de asentarse en el territorio cobran más significado si los encuadramos en la ordenación proyectada por Peña y Juan Manuel Encio: una ladera punteada por siete pequeñas torres que pautan el paisaje sin obstruirlo.

Tanto o más importante que esta condición topográfica es el interés que tenía el espacio colectivo, público o privado, para Luis Peña. Su primera construcción de un espacio público, la Plaza de la Trinidad (1963) en el casco antiguo de San Sebastián, ya contiene muchas de las virtudes que desarrollará en intervenciones posteriores, culminando todas ellas en la emocionante Plaza del Tenis (1976) que da sustento al Peine de los Vientos de Eduardo Chillida.

La Plaza de la Trinidad puede leerse como un relato, un encadenamiento de retales urbanos y actividades diversas con la capacidad de configurar un espacio unitario que, con plenitud, podemos denominar ‘una plaza’ y no un simple mosaico o damero de materiales y formas. Un reto difícil, ya que se trataba de unos trozos residuales de la ciudad con los que reformular un espacio. De alguna forma, se trataba de ‘rehacer’ ciudad, como Rosa Barba expresa: «rehacer significa reconocer lo que ya hay y, a la vez, inventarlo de nuevo. Unir los indicios del pasado y el futuro».

Este empeño, este reinventar viejos y nuevos espacios colectivos, acompañará el trabajo de Peña, incluso marcando alguno de sus edificios como se observa en ese vestíbulo de las viviendas de Aizetzu, en el que se introducen plaza y frontón, enriqueciendo su condición residencial.

Todo este camino culmina en la Plaza del Tenis: «una obra protegida por el monte y lavada por el mar y donde el tiempo se abre al espacio poblado de posibilidades», según Miguel Garay. El adoquín de granito, superadas las dimensiones y disposición convencionales, constituye el material único con el que se configura una nueva topografía que viene a enriquecer el acantilado vecino, en cuyas grietas penetra con sutileza e inteligencia. ¡Cuánta de la belleza del Peine de los Vientos de Chillida es deudora de esta emocionante obra de Peña!

Y en todo este hacer profesional, en los edificios y los espacios colectivos, Peña mantiene constante su compromiso con una arquitectura culta, bebiendo lo más sustancial de la modernidad incrustada en el País Vasco. Este compromiso con la disciplina y su país se manifestará de forma ejemplar en el deseo de fundar una Escuela de Arquitectura en San Sebastián. Un camino lleno de dificultades económicas, administrativas, incluso culturales, que culminará con éxito gracias, en gran medida, al apoyo de Oriol Bohigas y a la tutela de la Escuela de Barcelona. Una nueva universidad en la que Peña volcará una parte importante de su actividad profesional. De esta fundación Rafael Moneo dice: «Estoy seguro de que mirando en el espejo de lo que es su obra, la Escuela de San Sebastián contribuye ya a consolidar lo que siempre fue la meta que Luis Peña persiguió con su trabajo: dar al País Vasco una arquitectura propia y culta».

La amistad que me unió a Luis Peña —cultivada durante muchos años (¡más de cincuenta!), nacida ya en la Escuela de Madrid y acrecentada compartiendo afanes profesionales, culturales, políticos y familiares—, me permitió conocer una Guipúzcoa tolerante y acogedora en la que latía con fuerza un renacer democrático en compañía de personas muy próximas a él, como fueron Juan Benet, Julio Caro Baroja, Jorge Oteiza, Eduardo Chillida, los entonces jóvenes Garay, Linazasoro, Unzurrunzaga, Sistiaga, Zumeta, Lete, Arza, Laboa y tantos otros que compartieron batallas y esperanzas. Luis Peña decía ser sordo, pero afirmaba que la bondad de un frontón se manifiesta en el ruido, el crujido de la pelota cuando rebota en la pared del fondo.

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