«La posible fibra ética y política del hipotético movimiento se habrá desmenuzado cuando reciba en la frente los óleos del MoMA». Así rezaba el primer texto publicado en Arquitectura Viva, firmado por su director en junio de 1988. En efecto, 23 años después los siete ungidos —Hadid, Gehry, Tschumi, Koolhaas, Eisenman, Libeskind y Coop Himmelb(l)au— han huido persistentemente del recuerdo del deconstructivismo y del manto protector de Wigley y Johnson. Es posible, sin embargo, que tal posición hubiese resultado menos incómoda a Eric Owen Moss (reciente premio Jencks 2011). Y es en ese mismo año, 1988, cuando se sitúa el arranque de esta monografía agotadora, producida en China, y más grande de lo que cualquiera tendría derecho a soñar.
Tras este titánico volumen —puede describirse su enormidad por comparación, al superar en 226 páginas al SMLXL de Koolhaas y Mau, y alcanzar prácticamente el millón de cm2 impresos— subyace la idea del canon: es así como Moss quiere presentarse al mundo, y para ello no se escatiman medios. No apto para débiles de carácter, este Construction Manual describe al estudio americano como una oficina convencional con una línea de trabajo monolítica. Separados por una numeración troquelada en el borde de la página, sus 40 capítulos se agrupan en su primer tramo en el estado de California, el hogar de Moss —nuestro hombre es un arquitecto angelino fascinado por las posibilidades del sprawl, que encuentra en Culver City su propio Oak Park—, para comenzar a partir del segmento 21 un periplo foráneo en el que la proporción de lo construido disminuye notablemente.
Las esperables características de complejidad y desmembramiento constructivo de su arquitectura se encajan —mediante una paradójica decisión editorial— en un prolijo esquema expositivo que percute en el lector hasta la monotonía. Así, la presentación de las obras sigue sin excepción el siguiente orden: plano de situación-memoria (exclusivamente descriptiva) -croquis-planos-maquetas- imágenes de obra-edificio acabado. Tal obstinación tiene premio: dispuestos en un contexto propio, sus trabajos alcanzan un nuevo significado, y descubren en nuestro protagonista a un nostálgico de vocación artesana y una metodología de trabajo casi irracional, cuyo camino se distancia del de los alarifes digitales en los que se han convertido la mayoría de sus compañeros de generación. Ideas y hechos de otros tiempos que apoyan las palabras de Philip Johnson (en ‘Eric Owen Moss: un orfebre del desecho’, prefacio del monográfico que Rizzoli le dedicó en 1991; ver Arquitectura Viva 22), quien estableció una línea genealógica que une a Moss con Scarpa, Mackintosh o Sullivan.
Y, aún así, no basta. Quizá la carencia de sustrato teórico sea precisamente una de las mayores fallas de esta compilación para que pueda considerarse (aunque parezca mentira) completa. Se obvian, por ejemplo, aspectos relevantes de la figura de Moss como su labor al frente del SCI-Arc —la escuela independiente de arquitectura, que funda en 1972 —, y se eliminan los proyectos anteriores al año de arranque (alguna pequeña casa que desvela su fascinación por el Gehry californiano) que no acaban de encajar en la deriva ulterior del estudio.
«Mi firma nunca se seca», afirma el propio Eric Owen Moss en el combativo texto que abre este Manual. Esa declaración de inquietud revela, finalmente, otra verdad escondida entre las páginas de este retrato monumental: Moss es ya un maestro en el improbable arte de avanzar sin moverse del sitio.