Con Autoconstrucción de John F.C. Turner y El modo atemporal de construir de Christopher Alexander, la editorial Pepitas de calabaza apuesta por la resurrección de dos enfoques setenteros y alternativos sobre los aspectos más políticos y filosóficos de la vivienda, la ciudad y la arquitectura. Este testimonio a contrapelo, aún difícil de encajar, merece atención hoy, cuando esas viejas y recurrentes cuestiones se abordan sin conocer su complejo pasado ni aquel momento en que algunos arquitectos replantearon con especial inteligencia el papel social de sus proyectos, el de las leyes y, sobre todo, el de los usuarios como sujetos de una larga y sabia historia.
Reaparecen dos constelaciones de valores. Por un lado, aflora una preocupación social heredera de la primera y radical modernidad junto a una sensación de agotamiento de la modernidad tardía en Occidente; y por otro, una cultura alternativa de las universidades al final de los años sesenta. Las dos tuvieron su momento de cierto éxito en las escuelas de arquitectura de Barcelona y Madrid, cuando se llegó a pensar que la tecnología dura y los rascacielos estaban superados, y que la arquitectura tenía más que ver con los pautas y patrones de la sensibilidad, la memoria o el medio ambiente que con el racionalismo moderno. Eran dos constelaciones de ideas y autores que quedarían pronto oscurecidas por los postulados de la posmodernidad en la sociedad y en la arquitectura de los ochenta, en un mundo de valores éticos y estéticos muy diferentes de los que brillan en los textos que nos ofrece la editorial riojana.
Con Turner se actualiza su alegato a favor de la autoconstrucción, desde la Wohnungsfrage clásica de Engels hasta sus propias experiencias de alojamiento popular en la Sudamérica de los cincuenta. Un pensamiento en la órbita de títulos como Small is beautiful: a study on economics as if people mattered (Schumacher, 1973), con su temprana noción de sostenibilidad, su elogio de la construcción con productos accesibles por el usuario y a favor de una tecnología intermedia y dominable; de Housing, an anarchist approach (Ward, 1976), con su elogio del diálogo en pequeños grupos frente a las decisiones burocráticas y del papel del vecino en las decisiones de su hábitat; o incluso de Supports: an alternative to Mass Housing (Habraken, 1972), una alternativa abierta frente al proyecto funcionalista de vivienda.
La introducción de las ideas de Turner en la Escuela de Arquitectura de Madrid por su colega y amigo español Fernando Ramón, secundada por profesores que habían participado en la autoconstrucción de vivienda popular entre los cincuenta y los sesenta, llevaría en los ochenta a una revisión de esas experiencias en el Madrid de aquellos años —los llamados poblados dirigidos—, narradas en La quimera Moderna (1989).
Con los textos de Alexander reaparece otro aspecto de aquellos setenta de la crisis del petróleo y de la resaca posterior a la crisis cultural de los sesenta, cuando el cansancio del urbanismo monótono y del funcionalismo ingenuo propiciaron una revaloración de la memoria de experiencias vitales de habitar y una hipótesis de su conjunto como un lenguaje articulado.
Ahora estamos ante una doble constelación. Por un lado, la galaxia del lenguaje, que todavía brilla y donde todo, arquitectura incluida, puede pensarse como una estructura lingüística, como quisieron entonces Barthes o Derrida. Por otro lado, alumbra lo que Pirsig llamó ‘investigación de valores’ en su Zen and the art of motorcycle maintenance (1974), o lo que Camille Paglia llamaría ‘el espíritu de los sesenta’: una cultura ligada a lo natural, a la libertad de expresión y de acción, al individuo y a su experiencia emocional, con o sin opiáceos, orientalista y ‘junguiana’. Cabe preguntarse si el lenguaje de patrones culturales de Alexander no habría de interpretarse en clave de The Selfish Gene de 1976, de Richard Dawkins, y su exitosa teoría de los memes.