Albacete ha sido desde su origen un cruce de caminos en la llanura, Al-Basit, anónimo y con poco carácter. Formaba parte de este conjunto de ciudades medianas de las mesetas a las que Madrid arrebataba la posibilidad de llegar a ser algo más que un lugar de paso, cuya razón de ser dependiera, casi exclusivamente, de la línea que enlaza su arrogante potencia central con el Mediterráneo, la huerta y el sol. Pero ahora el nudo, la transferencia, de mercancías o de información, han pasado a primer término. La red ya no es una maraña de líneas, sino, más bien, una nube de puntos. Y Albacete se descubre en una posición muy ventajosa en esta red, al tiempo que la estructura geográfica de la Península Ibérica se desplaza desde el norte, la cornisa cantábrica y Cataluña, hacia el sureste, con importantes crecimientos poblacionales y económicos.
Iribas justifica la importancia cada vez mayor de este cuadrante sureste, en realidad, la costa mediterránea desde Valencia a Almería, y encuentra un modelo posible que le aporte una estructura geográfica más poderosa al vacío interior mesetario, que supere la centralidad de la capital, y su cada vez mayor capacidad financiera, política y cultural. En este nuevo escenario geográfico, Albacete tiene una oportunidad que le permitiría salir de su anomia y transformarse en un lugar que articula un territorio mucho mayor.
El ensayo es optimista, quizá en exceso, desvelando, un poco, que se trata de un encargo. Pero sus propuestas, algunas visionarias, como La Manchega, homónima del eje de la Castellana en Madrid, son una iluminación más verosímil de lo que pareciera y emplea la geografía, más allá de una ciencia analítica, como una disciplina proyectiva, que creo que necesitamos urgentemente.