Vista general de Hudson Yards

«Algo que se cumple siempre en Nueva York», afirma Dan Doctoroff, «es que si construyes algo la gente pronto acude.» Se refiere, en este caso, a los Hudson Yards, el megaproyecto de 25.000 millones de dólares y más de 100.000 metros cuadrados de superficie del que fue impulsor cuando era teniente de alcalde durante el periodo de Michael Bloomberg, a principios de la década de 2000. Ahora puede observar su obra todos los días, desde su oficina en una de las torres recién construidas allí, y ver los cientos de personas que suben y bajan por The Vessel —la escultura urbana de Thomas Heatherwick— como si fueran diminutos gusanos que se deslizaran por un especie de kebab putrefacto.

La primera fase de los Hudson Yards se inauguró en marzo y es cierto que la gente en verdad ha acudido, aunque la mayor parte haya sido para asombrarse de cómo es posible que tal cosa haya podido llevarse a cabo. En una vasta franja del lado oeste de Manhattan, un promotor ha materializado una fantasía personal compuesta por torres de vidrio angulosas y llenas de oficinas y apartamentos caros, que se levantan sobre un centro comercial de siete pisos dispuesto sobre un pavimento gris interminable y salpicado de pequeños trozos de ‘parque’.

Lo sorprendente no es que tal proyecto se haya podido llevar a cabo; lo que en verdad resulta desconcertante es que sea tan malo. El bombo publicitario dado a los Hudson Yards está construido con superlativos: el desarrollo inmobiliario más grande y caro de la historia de los Estados Unidos; un lugar repleto de un tipo de tiendas ‘nunca-vistas-hasta-ahora’ y con una oferta gastronómica ‘de-las-mejores-en-su-categoría’; una promoción, en fin, a la última en todo, un refinado espacio lúdico para los urbanitas más exigentes donde hay tiendas en las que gastar cifras astronómicas en un reloj de pulsera o pagar ochocientos dólares por un corte de pelo...