Color construido

Construyendo con color

28/02/2019


MVRDV, Markthal Rotterdam

El color ha tenido mala fama. En la Grecia clásica, Platón condenó los tintes porque eran falsarios y podían ser utilizados por las mujeres para manipular a los hombres; en la Roma también clásica, Plinio y Séneca censuraron los colores floridos de Oriente, en los que vieron (en un nuevo ejemplo de machismo del color) una huella femenina que había que borrar con la estabilidad masculina de lo monocromo. Más tarde, San Bernardo vio en las policromadas iglesias de los cluniacenses una ocasión para el pecado, en tanto que, ya en el siglo XVIII, Winckelmann, el padre de la historia del arte, llegó a decir que un cuerpo «es más hermoso cuanto más blanco». No extraña así que, llegado el siglo XIX, a los arquitectos les provocara tanto estupor la noticia de que los viejos templos de Grecia —cuya presunta blancura tanto se había ensalzado hasta entonces— habían estado pintados con colores insoportablemente chillones.

La primera modernidad —heredera en muchos sentidos de la sensibilidad clásica— siguió contribuyendo al vituperio del color. En sus villas, Adolf Loos borró cualquier signo representativo recurriendo a los poderes iconoclastas del blanco. El primer Le Corbusier no fue menos reacio a lo colorido, y en su Viaje a Oriente escribió que los colores fuertes eran la cifra de la decadencia de las «razas simples», de los «campesinos y los salvajes». Otros modernos prefirieron el blanco por su objetividad, su neutralidad y su higiene: Van Doesburg llegó a escribir que el blanco, «el color del tiempo nuevo», era la vacuna contra el «fango donde viven los sapos y los microbios».

No dejó de haber, por supuesto, excepciones. Heredero de la tradición romántica y fascinado por las vidrieras góticas, Bruno Taut convirtió el color en una herramienta para vivificar la arquitectura; el Le Corbusier que tanto decía detestar los colores orientales fue incorporando pigmentos a sus edificios, del mismo modo en que Van Doesburg o Rietveld convertían el rojo, el amarillo o el azul en vocablos de sus escuetos y poderosos lenguajes arquitectónicos.

Con todo, hubo que esperar a que la modernidad madurase para que el color se incorporara con cierta naturalidad a los edificios. La obra de Barragán no se entendería sin el color que delimita y singulariza los planos; tampoco se entenderían las utopías de Archigram o del high-tech, donde los tonos chillones refuerzan la estética del maquinismo; de la misma manera, sin el color resultaría en parte incomprensible la arquitectura de la posmodernidad, obsesionada con desligarse de las cajas minimalistas y blancas del Estilo Internacional.

Hoy el color ayuda a la creación de imágenes de marca —el rojo Nouvel, las policromías de MVRDV y Sauerbruch Hutton, los metales tintados de Gehry—, al tiempo que demuestra ser una herramienta eficaz en la composición arquitectónica, como sugieren bien los ejemplos presentados a continuación. El color construye.


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