Atributo de la naturaleza asociado a la esencia de la propia arquitectura, la sombra ha proporcionado grandes momentos estelares a la disciplina. Con una actualidad similar al hecho arquitectónico mismo, la pasión por la sombra y su corolario, la luz, con su sublime liturgia de las penumbras, ha embargado a arquitectos hasta el extremo de convertirla en piedra de toque de su producción. Las sombras con sus calidades de claroscuro suministran un generoso a la vez que exigente fondo de armario al arquitecto de ayer y de hoy: dibujan planos escalonados, exaltan volúmenes primarios, violan la asepsia de muros y bóvedas o infunden una abstracta ingravidez a cúpulas y techos. Como en el templo griego reposado sobre rocas de Martin Heidegger, las sombras aportan rostro a la arquitectura y ayudan a hacer visible el invisible espacio del aire. Siempre están ahí, recordando —implacables— al arquitecto la condición de artificio de su obra, la posibilidad de ser tomada o incomodada desde la pasividad de una gracia de la naturaleza o, por el contrario, la de ser poseída y fecundada como propiedad artística de la obra arquitectónica. Porque, en efecto, el acto supremo de ‘fabricar sombras’ —expresado con una naturalidad inaudita por Le Corbusier en su Modulor— se erige en privilegio de la arquitectura y por descontado del artificio humano, el que permite una poética de la misma, ya sea con brise-soleil y cajas de luz, cúpulas y linternas, tramos proyectantes y rehundimientos curvos del muro. Luces y sombras también como carencia, tal y como la descubriera Mies van der Rohe en sus experimentos con maquetas para los rascacielos de vidrio (lo importante —escribía en 1922— no era «el efecto producido por la luz y las sombras, sino el rico juego de reflejos lumínicos»). El espectáculo arquitectónico de las luces filtradas por el óculo abierto al cielo del Panteón de Roma —el auténtico libro de la arquitectura para Miguel Ángel—, suspendería el ánimo a las generaciones de arquitectos modernos: un joven Le Corbusier en 1912 narró premonitoriamente con su cámara fotográfica Cupido las violentas sombras de sus casetones; «casi te cortan como un cuchillo», exclamaría con elocuente vehemencia Louis Kahn ante la presencia de sus luces; o «es eterna» medita Tadao Ando ante «la calidad de la luz que entra por el centro de la cubierta»... [+]


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