El viejo hormigón es joven. Un material creado en el siglo XIX sobre el modelo inmemorial de los morteros clásicos, y desarrollado en el XX hasta cotas insólitas de innovación técnica y atrevimiento arquitectónico, ha entrado en el XXI como un recurso estructural y constructivo radicalmente renovado por la investigación científica y las exploraciones estéticas. Duro cuando fragua y fluido mientras fresco, este material paradójico merece bien la denominación de piedra líquida, porque ese oxímoron apocopa su doble condición seca y mojada, sólida y blanda, áspera y suave. En nuestro título, su estado todavía moldeable hace alusión a la terminación muy reciente de las obras publicadas, metafóricamente susceptibles de sufrir la imprimación de huellas; pero también hace referencia a la naturaleza inesperada e inventiva de las mismas, que explotan sin prejuicios ni envaramiento formal las posibilidades plásticas del hormigón.

La contradicción inherente a sus dos estados sucesivos —la sensualidad húmeda de la pasta, escurridiza como un torrente o dócil como arcilla de alfarero, frente a la rotundidad inalterable del cemento fraguado— ofrece asimismo una ilustración reticente de su doble rostro público y profesional: emblema admirable de la cultura constructiva paleotécnica o símbolo ominoso de la urbanización sin escrúpulos; vehículo de la ingeniería heroica de puentes, torres y túneles o instrumento de la colmatación edificada de ciudades y costas; y recurso insustituible de la arquitectura de vocación escultórica y gusto por las texturas o medio inhóspito para los partidarios de la construcción seca y ligera. Entre el bulto y el búnker, el hormigón transita con aplomo por unos paisajes contemporáneos en los que ofrece gravedad material e inercia térmica, locuacidad estructural e inercia mecánica, expresividad volumétrica e inercia artística.

Se ha recorrido un largo camino desde los balbuceos sabios de Perret, las intuiciones calculadas de Freyssinet y las invenciones sintácticas de Le Corbusier. Esa ruta, que ha tenido hitos deslumbrantes con Nervi, Saarinen, Niemeyer o Tange, y enhebrado también su trayecto mediante extraordinarios ingenieros y arquitectos hispanos, desde Torroja y Candela hasta Fisac o el propio Calatrava, transita hoy por lugares que resultarían desconocidos para muchos de sus protagonistas: la emoción es más importante que el cálculo, las superficies son más estudiadas que las estructuras, y la química prima sobre la física. Pocos de los grandes nombres del hormigón en el siglo XX describirían sus obras como esculturas habitadas, y sin embargo éste es el rótulo que mejor se ajusta a los proyectos que se asoman al umbral del siglo XXI: los grandes logros técnicos de esta hora se han puesto al servicio de la innovación formal y el estilismo estético.


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