Opinión 

Injertos domésticos

Luis Fernández-Galiano 
31/08/2015


Las piedras muertas están muy vivas. Pensamos en las ruinas como residuos o huellas de actividades pretéritas, y nos pasa inadvertida la fertilidad potencial de esos restos materiales, que almacenan el capital termodinámico de su transporte, preparación y ensamble, y el no menor capital informativo de su interpretación climática, técnica y topográfica. El esfuerzo y el conocimiento de los que nos precedieron está almacenado en ese patrimonio exánime, que puede florecer y volver a la vida a poco que sepamos injertar esquejes nuevos en sus muros inertes, troncos secos o tocones degollados que otorgan solidez física y pátina simbólica a los brotes tiernos de la construcción reciente. La nueva arquitectura se enraiza en lo existente, y las coreografías de lo cotidiano se orquestan a la sombra protectora del pasado, que nutre con su caudal de memoria los espacios renovados y las biografías recomenzadas de los que procuran habitar el territorio sin sucumbir a la amnesia de la tabula rasa.

Así mutan también las ciudades, haciéndose y deshaciéndose con cada convulsión histórica, reconstruyendo sus edificios con materiales de acarreo, demoliendo y levantando el tejido de su fábrica física en un interminable telar de Penélope, desdibujando trazas y cimientos que acaban enterrados y olvidados para después brotar con ímpetu de esa semilla oculta, y creciendo geológicamente por estratos que se depositan como el limo de las cuencas fluviales, de manera que cada asentamiento urbano reposa sobre la huella superpuesta de los anteriores. Esa estratigrafía material es, desde luego, registro arqueológico de la vida humana, y su lectura permite documentar auges y catástrofes, periodos de prosperidad económica y etapas de contracción demográfica, momentos de esplendor y de devastación; pero es, todavía más, soporte imprescindible donde injertar la piel renovada de la ciudad, las infraestructuras y las construcciones que cada generación levanta como residencia en la tierra.

Y ningún lugar más apropiado para expresar esa continuidad orgánica que el ámbito de lo doméstico, porque es precisamente allí donde nuestra relación biológica con el entorno natural se hace más explícita: la casa es al cabo el lugar del alimento y la evacuación, del frío y el calor, del afecto y la rutina. Injertando lo nuevo en lo existente insertamos nuestra vida precaria en las vidas de otros, fingiendo emboscar nuestra necesaria caducidad en la ficción consoladora de una cadena sin eslabones rotos, y dotando a nuestro tránsito efímero de raíces profundas y memoria añadida. Por más que muchos entiendan la presencia física del pasado en las habitaciones del presente como un mero pedigrí impostado o como una genealogía adquirida que sólo pretende dotar de lustre a una existencia trivial, estos injertos domésticos nos reconcilian con nuestra condición mortal, nos brindan el espejismo equívoco del diálogo con los predecesores ausentes y nos recuerdan que no somos sino polvo de estrellas muertas. 


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