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Carta austral
Gas artificial
Construcciones de película
Nine-eleven+five: más torres y más muros
La gravedad y la gracia
Partido en dos campos
La ciudad es un árbol
¡Es la economía, ecologistas!
Paisajes españoles
La maestría inadvertida
Obras con motor
El aceite de los iconos
Niebla en el desierto
Homilía de adviento
Ultramar en octubre
Tótem y catástrofe
Lujo asiático
Piano ‘lontano’
Vértices de Asia
Don Miguel de La Mancha
Planes torcidos
Volúmenes en vilo
Albert Speer, a la sombra de Hitler
Esperando a Corelli
Philip Johnson, el maestro infiel
La belleza súbita
¿Por qué me siento mal?
El sueño del arquitecto
El islam amigo
Mundo Burbuja
Deconstrucción‘in memóriam’
El aeropuerto y la aldea
Pesquisas escocesas
Venecia, leones y quimeras
En casa del enemigo
Estética Stealth
Fútbol de cantera
Triángulos virtuosos
Terragni en punto de fuga
Tristes trenes
Arco iris de gaviotas
La vía de las formas
Vanguardia de gomaespuma
Tapia y tapiz
El tamaño importa
El urbanauta ante el muro
Baluarte civil
Últimos bultos
 
   
     
     
 
  
 

Enero 2007  

 

El tigre celta 

La espectacular prosperidad irlandesa alimenta un boom inmobiliario que está suburbanizando aceleradamente el país, pero impulsa también un auge arquitectónico donde se reflejan las luces y las sombras de la modernización cultural y el éxito económico. (Foto: Hisao Suzuki)


 
  
   

 


Luis Fernández-Galiano 
El tigre celta

Irlanda avanza a lomos de un tigre. El dragón somnoliento de la isla esmeralda se ha transformado en un felino tan feroz y flexible como sus congéneres del Pacífico, y el país feérico de Yeats se ha convertido en un atleta atlántico que exhibe su musculatura financiera asegurando hallarse más próximo de Boston que de Berlín. Pero ese tigre celta —como lo denominó hace ya una década Morgan Stanley— tiene un corazón de sombra, y el milagro económico irlandés anuda su madeja en torno a una oquedad silenciosa y sonora de poblaciones baldías y abrasión cotidiana. El progreso material y la modernización mental han fabricado márgenes desvalidos e identidades desvaídas, personas prescindibles y vidas indiferentes, en una exacerbación del individualismo y de la anomia que nos refleja en su espejo cóncavo. Son dos historias de éxito de la Unión Europea , pero Irlanda es España acelerada, con menos impuestos y menos infraestructuras, más rápido crecimiento y mayor inmigración relativa; su presente es quizá nuestro futuro, y esa circunstancia hipotética alienta una mirada de admiración y advertencia.

En la última Bienal de Arquitectura de Venecia, la que se jacta de ser la economía más globalizada del planeta exploró los escenarios territoriales que se perfilan en los años que vienen, tras haber experimentado en la última década un espectacular proceso de crecimiento urbano. El motor irlandés ha de buscarse en la manufactura de alta tecnología y el terciario cualificado —el país es líder en la exportación de software—, soportados por la educación extensiva, el idioma inglés y una reducida tributación empresarial que han fomentado la implantación de multinacionales y hecho crecer la productividad cuatro veces más que el promedio de la Unión Europea ; pero el impulso económico reside también en un boom inmobiliario que coloniza los paisajes de la isla con una extensión unánime de viviendas unifamiliares, una colosal dispersión de residencias que hace interminables los desplazamientos de la casa al trabajo, organiza la vida en torno al coche —en ausencia de transportes colectivos eficaces— e incrementa la dependencia energética del país: una conspiración de disfunciones que los comisarios de la muestra veneciana proponían alterar con un tránsito de lo SubUrbano a lo SuperRural, un lema afortunado donde la regeneración moderna de la naturaleza reemplaza la degeneración fragmentada de la ciudad.

Mientras Irlanda reinventa su porvenir urbano, la actualidad de su arquitectura ofrece indicios de su escisión contemporánea y de la creciente brecha física y emocional entre los que han podido subir al tren vertiginoso de la globalización y aquellos olvidados en un apeadero donde ya no se detiene convoy alguno. Dos matrimonios y parejas profesionales pueden servir de guía en esta excursión de extremos: la irlandesa Róisín Heneghan y el neoyorquino de origen chino Shi-Fu Peng, ambos titulados al final de los 80 y formados en el estudio en Princeton de Michael Graves, ilustran con su trabajo la dimensión más cosmopolita de la Irlanda actual; por su parte, Sheila O'Donnell y John Tuomey, que tras titularse en Dublín en 1976 complementaron su formación en la oficina londinense de James Stirling, ofrecen con su última obra un relato pedagógico de los márgenes sociales de un país incandescente.

Heneghan y Peng acaban de terminar una sede municipal de vidrio diagonal y aristas veloces que se inserta en el entorno casi rural del condado de Kildare con el aplomo mediático de un visitante metropolitano, pero esta obra nueva no les distrae de su principal empeño: el Gran Museo Egipcio en El Cairo, una colosal construcción frente a las pirámides —levantada en parte con créditos blandos japoneses— que ganaron en concurso hace tres años, y que ahora ejecutan como líderes de un equipo con ingenieros en Londres —el grupo de Cecil Balmond en Ove Arup— y paisajistas en Rotterdam —el West 8 de Adrian Geuze—. Desde su amplia y luminosa oficina dublinesa, la pareja realiza exquisitas maquetas cortadas con láser, diseña detalles minuciosos y aplica métodos organizativos americanos a sus colaboradores europeos en este proyecto africano financiado por asiáticos.

Lejos del centro de la ciudad, O'Donnell y Tuomey llegan a su estudio en bicicleta y enseñan encantados la recién aparecida monografía sobre su trabajo, que muestra en portada la Glucksman Gallery de Cork, un pequeño museo seleccionado en la penúltima edición del Premio Stirling. El libro no incluye la obra más reciente, la Cherry Orchard School, una escuela bajo cuyo nombre bucólico se esconde la realidad dramática de un barrio devastado por la delincuencia y la droga, poblado por adultos derrotados y niños que vagan por las calles, abandonados por las familias desventradas y la sociedad indiferente. Promovida por un cura visionario, la escuela quiere ser el hogar sustituto de esa infancia asilvestrada, adiestrando a los menores en las prácticas domésticas que no han conocido en sus casas —de la higiene corporal a la preparación de los alimentos—, pero aun esta experiencia generosa tiene límites cronológicos y materiales dictados por la prudencia: únicamente se aceptan niños muy pequeños, porque los mayores de diez años se juzgan irrecuperables; y la escuela se ha construido resistente al vandalismo, con muros sólidos y bóvedas de hormigón sin tejas o chapas que puedan arrancarse. Sólo una concesión lograron los arquitectos de las autoridades educativas que debían aprobar el proyecto: las altas tapias que segregan el recinto de la selva urbana circundante no serían de bloque de hormigón, como las de la cárcel próxima, sino de ladrillo, a fin de que los niños no asocien las dos instituciones.

Dublín es una ciudad literaria, y el visitante que la recorre siguiendo las huellas de Leopold Bloom o Stephen Dedalus —como quien peregrina a la catedral de San Patricio en busca de Jonathan Swift, o a Trinity College en homenaje a Oscar Wilde y Samuel Beckett— difícilmente se extraviará en estos barrios amenazantes y desolados. Sin embargo, la urbe de Joyce es también la de Bacon, y la reconstrucción del estudio londinense del pintor en el interior de la High Lane Gallery —el museo municipal de arte contemporáneo— ofrece una metáfora visual de los jirones de tiniebla que rayan el esplendor del tigre celta: en penumbra, rodeado por las carnes tristes de algunos lienzos y las promesas de felicidad solar de sus diccionarios, gramáticas y manuales de español, italiano y griego, el caos abisal y abyecto del estudio se ofrece a la mirada tras un vidrio de urna y de sepulcro. Francis Bacon, que murió en Madrid en nuestro annus mirabilis de 1992, fue incinerado sin testigos en el cementerio de la Almudena , pero sus restos genuinos yacen en la confusión desesperada de este cubil de papeles y pintura. La Irlanda de la diáspora, que un día fue brasa, regresa como polvo al vientre nutricio de la nación mítica, ayer dormida y hoy jinete insomne de un animal de oro y de ceniza.

 
  
 

Noviembre 2006  

 

Carta austral 

El buen momento económico y político de Chile se corresponde con la extraordinaria calidad de su arquitectura última, la más interesante que hoy se produce en América Latina. La reciente Bienal celebrada en Santiago expuso los proyectos más destacados del país y debatió —con una numerosa representación española— el estado de la arquitectura en el mundo. (Foto: Cristóbal Palma)


 
  
   

 


Luis Fernández-Galiano 
Carta austral

Chile vive días de vino y rosas. Ni las periódicas protestas mapuches, ni las corruptelas administrativas que han empañado el gobierno de la Concertación, ni las vicisitudes judiciales de un dictador extraviado en su laberinto de soledad han alterado apenas la autoestima desbordante que refleja la Encuesta Bicentenario, realizada como preparación de la efeméride de 2010 y difundida recientemente por El Mercurio. Tres de cada cuatro chilenos consideran el suyo “el mejor país para vivir en América Latina”, según la encuesta publicada por el diario de Santiago, donde también se destaca España como el país más admirado, por delante de Estados Unidos: percepción que se produce en paralelo a la presencia española en sectores clave de la economía chilena —Endesa controla el 50% de la generación eléctrica, Movistar tiene el 47% de los teléfonos móviles, Santander y BBVA suponen más del 30% de la banca, Agbar reúne el 35% de los clientes del sector a través de Aguas Andinas, y Sacyr, Cintra, OHL o ACS son protagonistas en el área de infraestructuras, que incluye desde aeropuertos hasta autopistas—, una circunstancia que en otros países latinoamericanos ha generado más resentimiento que aprecio.

En este caso, la admiración es en buena medida mutua, y el diagnóstico publicado en estas páginas por Alain Touraine —“Chile como modelo”— es compartido por la mayoría de los líderes políticos y empresariales en España, donde tanto Michelle Bachelet como su mentor Ricardo Lagos son elogiados por su empeño en hacer compatible el crecimiento económico con la justicia social, e igualmente por su lucidez al saber combinar el homenaje a las víctimas de la dictadura con la búsqueda del consenso y la reconciliación nacional. Este último objetivo se materializa simbólicamente en el Palacio de la Moneda —el gran edificio clasicista barroco cuya construcción en el siglo XVIII por Joaquín Toesca fue novelada por Jorge Edwards en El sueño de la historia, y cuyo bombardeo el 11 de septiembre de 1973 devino el emblema trágico del golpe del general Augusto Pinochet contra el gobierno de Salvador Allende—, la sede presidencial que Lagos ha querido exorcizar de sus demonios con un gran centro cultural excavado a sus pies, bajo la plaza ceremonial que se extiende frente al palacio: un colosal volumen iluminado cenitalmente y flanqueado por rampas —proyectado por el arquitecto Cristián Undurraga—, que ha representado al país en la última Bienal de Venecia, y que ha acogido también la exposición y las conferencias de la propia Bienal de Arquitectura chilena.

La selección de proyectos de la exposición constituye un retrato verosímil del actual momento de la sociedad chilena, cuyo auge económico está impulsado por un protagonismo de la iniciativa privada que deja escaso espacio a la promoción estatal, a diferencia de lo que sucede en tantos países europeos, donde la mayor parte de la arquitectura destacada tiene clientes públicos; aquí son contados los proyectos de esa naturaleza, y realizaciones tan formidables como las viviendas sociales Elemental en Iquique, impulsadas por Alejandro Aravena, o tan depuradas como el edificio de servicios públicos en Concepción, diseñado por Smiljan Radic, son más la excepción que la regla. El grueso de la muestra lo forman casas para clientes acomodados —entre las cuales la extraordinaria casa Poli, un prisma neoplástico proyectado por los jóvenes Mauricio Pezo y Sofía von Ellrichshausen sobre un acantilado vertiginoso—, universidades privadas como la Diego Portales de Mathias Klotz o la Adolfo Ibáñez de José Cruz, sedes corporativas, la inevitable bodega y el no menos inevitable hotel exótico, en este caso el apropiadamente denominado Remota, de Germán del Sol.

Con una nutrida representación española —que culminó con la intervención estelar de Rafael Moneo en la jornada de clausura—, el ciclo de conferencias y debates promovidos por la Bienal mostró tanto el orgullo de los chilenos en sus propios logros como la curiosidad cosmopolita por lo que se realiza fuera, configurando un paisaje profesional cuya proximidad intelectual y estética a Europa o Estados Unidos contrasta con su lejanía geográfica de esos dos escenarios. El Chile mítico de Neruda sigue existiendo en el territorio inabarcable y en el culto emocionado de los que peregrinan a su casa de Isla Negra —donde reposa en el jardín, frente al océano y junto a sus mascarones devocionales— como quien acude a un santuario nacional y poético. Pero la belleza topográfica y desvencijada de Valparaíso se rehabilita ya con el dinero de la nueva prosperidad chilena, las rentas minerales se complementan con el esplendor vegetal de los cultivos que se exportan, y los valles tibios que se desprenden de la cordillera albergan viñedos de geometría impecable. Allí, las hileras de cepas se rematan con rosales para facilitar la detección temprana de las plagas, y es posible que ese encuentro inesperado del vino y de la rosa sea una buena metáfora del momento aromático y eufórico que vive el país austral. Collige, Chile, rosas.

 

 
  
 

Octubre 2006  

 

Gas artificial  

El edificio de Gas Natural en Barcelona es algo más que una sede empresarial; concebido por el desaparecido Enric Miralles, sus agitados volúmenes en vilo expresan la confusión cambiante de los tiempos, elevándose en el perfil de la capital catalana como un hito ciudadano, un emblema de vanguardia artística y un signo de poder económico. (Foto: Iñigo Bujedo)


 
  
   

 


Luis Fernández-Galiano 
Gas artificial

Antes muerta que sencilla: la sede de Gas Natural es una obra provocadoramente artificiosa, con sus maclas aleatorias, sus voladizos inverosímiles y sus volúmenes descompuestos; todo en ella es forzado y excesivo, con la alegría irresponsable de un dibujo animado, y un acartonamiento juguetón que llega al paroxismo en una inane ménsula modelada con pliegues de vidrio. El lirismo escultórico de Enric Miralles, que en otras obras póstumas como el Parlamento de Escocia o el Mercado de Santa Caterina ha dado frutos deslumbrantes, se torna aquí decepcionantemente arbitrario, mientras la violencia caligráfica de sus dibujos resulta domesticada por la vulgaridad convencional de un muro cortina apenas matizado por la fragmentación variable y la coloración azarosa. Este edificio accidentado resulta ser una sede accidental, porque su función genuina es la de hito urbano, levantando sus formas equilibristas sobre el paisaje horizontal de la Barceloneta , y a la vez manifestando el tránsito desde la lógica material y estructural de la antigua fábrica de gas cuyos terrenos ocupa hasta la lógica inmaterial y mediática de nuestra era postindustrial.

El prematuramente desaparecido arquitecto catalán dejó un puñado de obras extraordinarias, acaso más brillantes cuanto más topográficas, porque sus coreografías risueñas exigían anudar los pasos sobre un territorio agitado por las pulsiones del entorno, y éste es quizá el motivo por el cual muchos juzgan la orografía onírica del cementerio de Igualada, donde hoy yace, como el proyecto donde su lenguaje gestual se manifiesta con mayor elocuencia y emoción. En la Barceloneta , sin embargo, el esfuerzo por reunir las tensiones urbanas colindantes en una pieza escultórica que cristalice los flujos con su movimiento quieto viene contrarrestado por su desarrollo vertical, que no consigue articularse con los cuerpos bajos en un todo coherente, haciendo de los voladizos meras anécdotas atléticas, y también por su levedad vítrea, que aleja el edificio de la solidez del suelo sin la cual difícilmente puede desplegarse la gravitas gimnástica que caracteriza los momentos más felices de Miralles: Enric podía tener la cabeza en la nubes, pero su arquitectura fue grande mientras conservó los pies en la tierra.

Es probable que, lo mismo que el Barça es más que un club, Gas Natural sea algo más que una empresa, al ser una de las joyas industriales de la Caixa , formada en su día por la fusión de Catalana de Gas y Gas Madrid; y es seguro que esa condición simbólica no fue ajena a la decisión de construir una sede singular, donde las propias necesidades empresariales se subordinan a la expresión artística y a la implantación como signo de identidad en el paisaje ciudadano. Pero es imprescindible resistir la tentación de asociar la estética dinámica e inestable de Miralles a una catalanidad que hubiera transitado aceleradamente del seny a la rauxa, como sugieren tantos episodios recientes del otrora oasis, desde la malhadada OPA hostil de la propia promotora de la sede sobre Endesa hasta las vicisitudes más disparatadas del gobierno tripartito de Maragall —del atolondrado viaje a Perpiñán a la atribulada gestación del Estatuto—, pasando por el clima de intimidación política y violencia callejera de esta última etapa, que han proyectado una imagen extraordinariamente distorsionada de Cataluña: los volúmenes desconcertantes de Gas Natural no deberían ser el emblema de un tiempo alborotado, porque el ramalazo de locura surreal de esta tierra ha de terminar siendo metabolizado por su cultura civil de pacto y sensatez.

Desde luego, la estridente polarización de los políticos y los medios de comunicación madrileños no ayuda a templar la tormentosa atmósfera de un escenario catalán que se ha deslizado del ‘tranquil, Jordi, tranquil' a la guerrilla urbana de los okupas que obligan a cancelar una cumbre de ministros europeos o a los desfiles de antorchas que más evocan la estética totalitaria de los años treinta que el humus gótico del país. Pero Cataluña —y la Caixa que exhibe orgullosamente su músculo económico a través del edificio de Gas Natural— tiene más que ganar con un soft power a lo Joseph Nye, tejido con seducción, emulación y ejemplo, que con enfrentamientos abrasivos reminiscentes del panorama social periclitado de la Barcelona que un día fue rosa de fuego.

La inauguración de la sede de una gran empresa de la energía debería servir para comentar la estrategia de los campeones nacionales —¿de España o de Cataluña?—, glosar la entrada de las constructoras en el sector —no se sabe si para anticiparse al pinchazo de la burbuja inmobiliaria con empresas más estables o para impedir la entrada de compañías extranjeras—, y advertir sobre los riesgos de nuestra creciente dependencia energética —agravados por la ausencia de una política común europea, e inevitablemente inscritos en el marco amenazante del cambio climático—. Pero nuestras contiendas tribales de galgos y podencos nos impiden distinguir lo urgente de lo importante, y un edificio que debería ser modélico en el ahorro de energía y ejemplar en su responsabilidad ciudadana, con el laconismo austero propio de una empresa que debe garantizar el suministro sin abusar de las tarifas, acaba siendo discutido como el icono artístico fallido de una Cataluña electoral y gaseosa. Mea culpa.

El perfil de Barcelona

Hace exactamente un año, con ocasión del bloqueo por los pescadores de los principales puertos del Mediterráneo, este diario publicó en portada una imagen de Barcelona desde el mar que ilustra inadvertidamente sobre los nuevos hitos del perfil ciudadano, que resultan ser dos sedes de empresas controladas por la Caixa , una caja de ahorros que afirma de esta manera su centralidad en el paisaje social de Cataluña. El obús de Agbar y la torre escultórica de Gas Natural se levantan sobre la masa edificada de la ciudad habitual como signos y referentes: unos emblemas de poder económico que ni siquiera resultan demasiado gravosos en la cuenta de resultados de sus promotores. Como dicen displicentemente al arquitecto de su colosal sede madrileña los gestores de una de las compañías del Ibex: “Al final, el coste del edificio es un día de facturación.”

 

 
  
 

Octubre 2006  

 

Construcciones de película  

Frank Gehry y Norman Foster protagonizan dos documentales recientes que retratan la profesión de arquitecto con ópticas contrapuestas: Sydney Pollack presenta al californiano como un genio artístico irrepetible, mientras Mirjam von Arx relata la construcción del rascacielos del británico en la City londinense como un trabajo coral. (Foto: Nigel Young/ Thomas Mayer)


 
  
   

 


Luis Fernández-Galiano 
Construcciones de película

La arquitectura ama el cine, pero este sentimiento es rara vez correspondido. El ojo en movimiento de la cámara se ha alimentado copiosamente de la construcción contemporánea, y sin embargo no es frecuente que el cine se proponga desentrañar los mecanismos de la creación del espacio, prefiriendo limitarse al consumo de escenarios y al ocasional protagonismo de algún arquitecto de dibujos animados. Hace tres años, la película de Nathaniel Kahn sobre su padre, el legendario Louis Kahn – My Architect. A Son's Journey –, fue un testimonio conmovedor del viaje de un hijo ilegítimo hacia sus fuentes biográficas y hacia el corazón de la arquitectura, un retrato ensimismado, amargo y perplejo del progenitor al que apenas llegó a conocer y del maestro cuyas huellas se buscan en edificios impasibles, y una prueba palpable de la poesía y emoción con que el cine puede comenzar a saldar su deuda con la construcción. Esta temporada, los documentales de Sydney Pollack sobre Frank Gehry y de Mirjam von Arx sobre el ‘pepino' de Norman Foster , que se han estrenado de forma casi simultánea, suministran visiones abiertamente enfrentadas sobre el papel social, artístico y urbano de la arquitectura, y sobre los procesos de colaboración profesional, negociación económica y pugna política en los que se enmarca.

En Sketches of Frank Gehry, el director de Hollywood dibuja a su amigo arquitecto con los trazos hiperbólicos del genio, y tanto en sus relajadas conversaciones como en las numerosas entrevistas a clientes empresariales o colegas artistas, el veterano maestro de Los Ángeles aparece como un niño juguetón y sabio que produce belleza con espontaneidad distraída, por más que asegure necesitar sufrir, porque “cuando sale demasiado fácil es que está mal”. Pero el cineasta desmiente sus palabras filmándole mientras dibuja con fluidez sus líricas madejas de líneas enrevesadas o mientras construye pequeñas maquetas con cartulina y cello, pensativo a veces, alborozado las más; y le contradice también cuando el arquitecto manifiesta su admiración por los pintores, y asegura no haber logrado crear “superficies pictóricas”, un gesto de humildad que Pollack contrapone a una sucesión fascinante de fachadas tornasoladas y ondulantes. Al final, la maqueta queda bien “cuando tiene un aspecto suficientemente estúpido”. “¿Y el material?” “No lo sé todavía”. En todo caso, “los edificios tardan tanto en construirse que cuando se acaban ya no me gustan”.

Desde el Michael Eisner de Disney o el Rolf Fehlbaum de Vitra hasta el Thomas Krens del Guggenheim o el Dennis Hopper que vive en una casa diseñada por él, todos sus clientes se unen en una letanía de admiración polifónica; los artistas, de Ed Ruscha o Chuck Arnoldi al ubicuo Julian Schnabel, se suman con entusiasmo al coro de alabanzas; y los escasos arquitectos entrevistados, desde el ya muy debilitado Philip Johnson a los críticos Charles Jencks y Herbert Muschamp, expresan opiniones que van desde el aplauso al entusiasmo. Sólo el historiador Hal Foster pone una nota de censura, y tan confusamente expresada que más bien legitima el tono complaciente del retrato. En este océano de halagos y de almíbar, el personaje más pintoresco resulta ser Milton Wexler, su psicoanalista durante los últimos 35 años, que irónicamente rehúsa el mérito por la transformación creativa de Gehry (tras el inicio de la terapia abandonó la arquitectura convencional que hasta entonces construía) y explica cómo desanima a los muchos arquitectos que acuden a él en busca de una receta milagrosa desde que se corrió la voz acerca de su método.

Con un enfoque casi exactamente opuesto a la exaltación californiana de la inspiración individual, Building the Gherkin presenta la construcción del rascacielos londinense como una empresa colectiva, y la joven directora suiza Mirjam von Arx logra transmitir con admirable verosimilitud tanto la complejidad de los escenarios políticos y mediáticos donde surge la arquitectura como la diversidad de sus protagonistas técnicos y empresariales. Combinando el espectáculo emocionante de la edificación en altura con la narración de las vicisitudes laberínticas de su planificación y los inevitables conflictos y crisis de su desarrollo, la cinta es a la vez un relato heroico y una comedia de costumbres, tan pedagógica en su registro de los procesos de ejecución y toma de decisiones como perceptiva en el retrato de los personajes, una multitud de ejecutivos, burócratas, diseñadores y contratistas: desde el propio Norman Foster, que argumenta con corrección exacta y helada, hasta el casi siniestro gerente municipal de urbanismo, Peter Wynne Rees, y pasando por los representantes del cliente —la aseguradora Swiss Re—, encabezados por una formidable, cálida e intimidatoria Sara Fox, todos se perfilan con empatía y sentido del humor, fabricando con sus indecisiones, fobias y desencuentros una soap opera vital y vibrante.

El rascacielos se levanta en el emplazamiento del Baltic Exchange, un edificio destruido por las bombas del IRA, y su construcción se había iniciado cuando se produjeron los atentados del 11 de septiembre, de manera que la película recoge a la vez el impacto del terrorismo sobre la seguridad de la construcción en altura y sobre el balance de la propia compañía aseguradora que promueve la torre, marcando unos compases sombríos que se compensan con otros episodios de alta comedia, como los que documentan la decisión de contratar el interiorismo —con gran disgusto de Foster— a una firma distinta. Producto de cuatro años de trabajo, el documental sobre el primer rascacielos construido en la City en los últimos 25 años —que comenzó como un proyecto extraordinariamente controvertido y ha acabado siendo un símbolo de Londres, y escenario ya de películas como Instinto básico II y el Match Point de Woody Allen—, es sobre todo una descripción minuciosa y titánica de cómo la arquitectura se enreda con la vida, y un homenaje crítico y lúcido a las mujeres y hombres que hacen posible ese milagro, la materialización en el espacio de un sueño dibujado. En ese territorio improbable hay bien poca distancia entre Foster y Gehry, y la recién terminada pirámide del británico en Kazajistán se antoja tan onírica como las mareantes formas etílicas del californiano en la Rioja alavesa. Al cabo, sombras todas, construcciones de película, sueños de la razón o íncubos de la razón dormida.

 

 
  
 

Septiembre 2006  

 

Nine-eleven+five: más torres y más muros  

(Foto: Estudio Calatrava)


 
  
   

 


Luis Fernández-Galiano 
Nine-eleven+five: más torres y más muros

El siglo XX terminó en Berlín, pero el XXI comenzó en Nueva York. La guerra fría entre las ideologías finalizó con la demolición de un muro, y la paz caliente entre las civilizaciones se inició con el derribo de dos torres. Cinco años después de lo que los anglosajones llaman nine-eleven, el pronóstico sobre la muerte del rascacielos se ha revelado tan erróneo como la anterior previsión acerca de la desaparición de los muros que fragmentan el planeta. La globalización técnica y simbólica sigue levantando edificios en altura que portan un mensaje impositivo y optimista, mientras a ras de tierra el mundo se craquela con innumerables vallas limítrofes y cortafuegos informáticos que procuran impedir el tránsito de las personas y las ideas. (Foto: AP/Radial Press)

En Chicago, la cuna del rascacielos, Santiago Calatrava proyecta el que será el más alto de Estados Unidos, mientras la administración federal blinda la frontera con México mediante alambradas, fosos y sensores de calor; en Shanghai, con más grúas y torres que ningún otro lugar, la culminación del World Financial Center —diseñado por la firma norteamericana Kohn Pedersen Fox— llevará a la ciudad el récord de altura que últimamente han ostentado Kuala Lumpur y Taipei, al mismo tiempo que el gobierno chino censura Google o Yahoo e impide el acceso a la Wikipedia con barreras cibernéticas; y en Dubai, dentro del convulso Oriente Medio donde en su día nacieron las ciudades, la oficina de Skidmore, Owings & Merrill en Chicago se propone batir a Shanghai con un rascacielos todavía más alto, llevando el techo del planeta al Golfo Pérsico sin que este logro de la economía global sea obstáculo para la proliferación en la región de muros fronterizos entre ricos y pobres, sean éstos los habitantes de Arabia Saudí y Yemen o los de Israel y Palestina. Incluso en nuestra periférica España, la proliferación de torres en las grandes ciudades y en los destinos turísticos —del obús polícromo de Jean Nouvel en Barcelona a los cuatro rascacielos que se construyen en el madrileño Paseo de la Castellana, pasando por las múltiples obras de la costa mediterránea y el archipiélago canario— no es incompatible con el sellado de las fronteras meridionales con los radares del Estrecho de Gibraltar, las vallas de Ceuta y Melilla o las patrulleras del Océano Atlántico, desbordadas de continuo por la miseria de África.

Ni el de Berlín resultó ser el último muro, ni el atentado contra las Torres Gemelas marcó el declive de los rascacielos. Entonces parecieron gigantes con los pies de barro, pero acaso su vulnerabilidad no sea tanto técnica como social, y la seguridad de estos emblemas del poder político y económico esté más amenazada por la multiplicación de las barreras que fracturan el territorio, segregan las poblaciones y alimentan el resentimiento, que por el riesgo asociado a su audacia estructural y a la complejidad de sus instalaciones. Los comandos suicidas del 11 de septiembre estaban dirigidos por un arquitecto, Mohamed Atta, formado en El Cairo en la Escuela de Arquitectura más antigua del mundo árabe —en la que también se tituló Hassan Fathy, el mas importante arquitecto egipcio, abogado de la construcción neovernácula al servicio de los pobres frente a la modernidad occidentalizante—, y graduado después en urbanismo en la TUHH de Hamburgo —una joven universidad politécnica cuyo decano del departamento de planificación urbana, Dittmar Machule, defensor de los trazados tradicionales, había intervenido en la rehabilitación de la antigua ciudad siria de Aleppo— con una tesis sobre el conflicto entre el urbanismo islámico y la modernidad, lo que permite conjeturar que el objetivo del ataque terrorista fue, además de político, arquitectónico. Una conclusión similar se extrae del análisis que ha hecho Eyal Weizman de Ariel Sharon como arquitecto, cuando explora la geometría de la ocupación de Cisjordania desde la intersección del poder, la seguridad y el urbanismo, mostrando hasta qué punto la estrategia militar, la geopolítica de la protección y la arquitectura del territorio son inseparables.

Transcurrido un lustro desde el 11 de septiembre, el encuentro catastrófico del rascacielos y el avión ha hecho más costosa la construcción en altura, y más fatigoso también el uso de la aviación comercial, pero la onda expansiva del evento ha hecho más daño en el suelo que en el cielo, y el rosario de bombas islamistas que ha abierto una grieta de pánico entre Madrid y Bali ha sacudido menos la arquitectura de la globalización que el descrédito de un imperio belicoso, tan impotente para garantizar la seguridad e implantar la democracia en los países musulmanes ocupados como incapaz ha sido de levantar en el vacío trágico de la Zona Cero —embarrancado en un marasmo más inmobiliario que cívico— un signo arquitectónico de aplomo y esperanza. Al otro lado del Atlántico, Londres ha sabido reemplazar un edificio destruido por el IRA, el Baltic Exchange, con una torre liviana y luminosa, construida por Norman Foster para una aseguradora suiza, y que se inserta en el perfil de la City como un proyectil pacífico: si Occidente quiere proponer un icono de encuentro y curación para el trauma del horror, este rascacielos raudo y romo es un buen candidato.

Mientras tanto, seguiremos contemplando la devastación del Líbano como un remedo titánico de las deconstrucciones de Gordon Matta-Clark, la guerra civil de Irak como un conflicto existente sólo en las pantallas que recogen impasibles el enésimo estallido, y el amenazante empeño de Irán en crear una bomba atómica musulmana como apenas un enredado juego diplomático, durante este extraño agosto en que hemos visto a los españoles secuestrados por el verano caínita del 36, a los alemanes, de Günter Grass a Arno Breker, secuestrados por su pasado ominoso, y a los cubanos secuestrados por un Fidel Castro que se secuestra lastimeramente a sí mismo, sosteniendo un diario como prueba de vida. Pero quizá T.S. Eliot tenía razón, y así es como el mundo termina, not with a bang but a whimper: no con una explosión, sino con un gemido.

 

 
  
 

Julio 2006  

 

La gravedad y la gracia 

Durante los primeros días de julio, Valencia ha conocido la agonía y el éxtasis. La última regata preparatoria de la Copa América de 2007 —que ha servido para inaugurar el edificio emblemático del puerto deportivo—, el trágico accidente del metro, con un balance de víctimas que lo hace el más grave ocurrido en España, y la visita del Papa con motivo del Encuentro Mundial de las Familias, han hecho de la ciudad mediterránea capital del espectáculo, el dolor y la piedad. (Foto: David Chipperfield Architects)


 
  
   

 


Luis Fernández-Galiano 
La gravedad y la gracia

Valencia vive un verano de vaivenes vertiginosos: del viento en las velas a las víctimas de los vagones, y de ahí a la visita vaticana. En unos días ha transitado de la exaltación vigorosa de las victorias náuticas al abatimiento veloz del viacrucis ferroviario, para buscar un consuelo volátil en la voz pastoral de un papa filósofo. Durante el primer fin de semana de julio, doce barcos de cinco continentes participaron en la competición más antigua del mundo, cuya sede para esta edición obtuvo Valencia —frente a casi un centenar de ciudades candidatas— en 2003, y la última regata preparatoria de este año para la Copa América de 2007 sirvió de ocasión para inaugurar el llamado Foredeck, un edificio mirador proyectado y construido en sólo 11 meses por David Chipperfield y b720/Fermín Vázquez como centro y símbolo del evento. Pues bien, el lunes siguiente a la fiesta deportiva, la estación de Jesús fue escenario del más grave accidente de metro ocurrido en España, y sus más de cuarenta víctimas mortales mudaron al duelo el clima de la ciudad, sin que el fervor multitudinario de la visita papal del siguiente fin de semana consiguiera disipar por entero el dolor de unas familias solidarias y desoladas.

Desde 1934 hasta su muerte en 1943, la escritora mística francesa Simone Weil redactó un diario que se publicó de forma fragmentaria y póstuma bajo el título La gravedad y la gracia: dos palabras que expresaban la oposición entre el peso del mundo y la ligereza del espíritu, pero que resumen también adecuadamente el contraste entre la solemnidad grave de la muerte que golpea como tragedia colectiva y la liviandad grácil del acontecimiento mediático, sea éste deportivo o religioso, que congrega la atención de las masas alrededor del espectáculo o el mensaje. Valencia se ha desplazado del ajetreo inmaterial de las brisas y los barcos frente a un mirador en vilo hasta el drama sombrío de una catástrofe humana en un laberinto subterráneo, para cerrar el círculo con las arquitecturas efímeras y las palabras aladas de una concentración piadosa que eligió las formas aéreas de Santiago Calatrava como singular telón de fondo. Gravedad y gracia son términos que convienen al ánimo cambiante de la ciudad, y que se ajustan igualmente al carácter contradictorio del edificio de la Copa América cuya botadura festiva inició esta semana de pasión.

El Foredeck de Chipperfield y b720 (denominado también Veles e Vents en homenaje a un poema de Ausiàs March), que los arquitectos ganaron en concurso frente a competidores como Jean Nouvel, Von Gerkan y Marg, Carlos Ferrater o Alejandro Zaera, es un edificio mirador formado por cuatro grandes plataformas que se levantan con aplomo escultórico en el extremo de la dársena, y que se extienden a lo largo del nuevo canal con un aparcamiento de 800 vehículos y un paseo ajardinado que enlaza este hito del puerto deportivo con el frente marítimo y la playa de la Malvarrosa: “la playa de Sorolla y de Blasco Ibáñez”, como la describe la alcaldesa Rita Barberá mientras almorzamos en Las Arenas, un gran hotel nuevo de estilo clasicista que ofrece un contrapunto de exceso y opulencia a las geometrías depuradas del Foredeck, donde la gravitas característica de la obra de Chipperfield se disuelve en la claridad mediterránea de los grandes voladizos, forrados de acero esmaltado en blanco que los hace parecer ingrávidos; una impresión que se refuerza con la transparencia del cuerpo principal y los casi imperceptibles petos de vidrio del perímetro.

Las amplias terrazas sombreadas —de uso público en los dos niveles inferiores y restringido a los invitados de la organización en los dos últimos— son desde luego la esencia del proyecto, y es en ellos donde se desarrolla la actividad del edificio: la acogida de visitantes y el seguimiento de las regatas durante el día, las fiestas de los patrocinadores y el encuentro de los tripulantes por la noche. Cada uno de los doce equipos participantes tiene su propia base en el puerto —unas construcciones provisionales de varias alturas que contienen talleres, gimnasios, comedores, oficinas, tiendas y zonas de recepción para invitados y prensa, entre las que es obligado destacar la levantada por Renzo Piano para Luna Rossa, el barco italiano patrocinado por Prada, con un inteligente revestimiento de velas recicladas y una gran boutique en la última planta a la que se llega por escaleras mecánicas—, pero sólo el Foredeck reúne a todos en terreno neutral, y lo hace con una naturalidad y una elegancia que hace difícil imaginar otro proyecto en ese lugar. Los plazos de diseño y ejecución han sido tan reducidos (debido a los retrasos causados por el cambio de gobierno en Madrid y la pugna política ulterior por el control del evento) que la obra adolece de pequeñas imperfecciones en detalles y remates que mortifican a Chipperfield, y el británico recibe la enhorabuena de la Ministra de Fomento Magdalena Álvarez —en atuendo náutico para seguir la regata desde el mar— más atento a subrayar las cosas aún pendientes que a felicitarse por lo ya realizado.

Es una actitud apropiada para un arquitecto de testaruda exigencia en la calidad material de sus edificios y de obsesivo espíritu autocrítico en su trabajo; sin embargo, el Foredeck valenciano prueba precisamente la fuerza de las ideas arquitectónicas, la resistencia robusta del concepto frente a las precipitaciones o los malentendidos, porque la propuesta inicial de losas en levitación, con terrazas en sombra y cantos luminosos que definen una abstracta escultura geométrica, reconcilia de manera tan persuasiva las necesidades funcionales del mirador con las necesidades plásticas del hito que ningún menudo defecto o error puede lesionar el resultado. Su ligereza es quizá —como quería Weil— la de las ideas en pugna con la materia, pero acaso también la que conviene a un mundo liviano incompatible con la gravedad severa de las certezas intemporales, una circunstancia líquida que produce tanto desasosiego a Joseph Ratzinger como ocasionaba a su compatriota Karl Marx, que hace siglo y medio describía la experiencia de la modernidad en el Manifiesto Comunista con una fórmula que haría fortuna: “todo lo sólido se disuelve en el aire”. En este verano valenciano de gravedad y de gracia, el edificio ingrávido de Velas y Vientos refleja mejor el talante emprendedor y el dinamismo esperanzado de esta ciudad vital que el colosalismo retórico de la Ciudad de las Artes y las Ciencias, escenario éste donde el sucesor de Pedro emitió su mensaje de ágape y consuelo. La próxima visita del Pescador, en barca, y su próxima homilía, desde el mar.

 

           
 
  
 

Junio 2006  

 

Partido en dos campos 

El mayor evento deportivo del planeta se inició ayer en un liviano estadio bávaro, y culmina dentro de un mes en el lugar donde Hitler vio ganar a Jesse Owens en 1936: el contraste entre la Allianz Arena de Múnich y el Estadio Olímpico de Berlín ilustra los dilemas de una Alemania obligada a enfrentar las realidades contemporáneas con los fantasmas del pasado, pero también las tensiones de un mundo unido por el espectáculo y fragmentado por la memoria. (Foto: Duccio Malagamba)


 
  
   

 


Luis Fernández-Galiano 
Partido en dos campos

En Múnich, espectáculo sin memoria; en Berlín, memoria sin espectáculo. Las dos sedes principales del Mundial de Alemania —donde se abre y se cierra el campeonato— muestran arquitecturas tan opuestas que se dirían deliberadamente orquestadas para mostrar los dos rostros del país organizador: si la Allianz Arena es leve, colorista y suburbana, posada en el paisaje como un dirigible festivo y fugaz, el Estadio Olímpico es pesado, grisáceo y urbano, con sus pórticos monumentales levantándose sobre una explanada solemne; si la obra de Múnich es una construcción nueva, revestida con la tecnología innovadora de las almohadillas hinchables de plástico ETFE (etiltetrafluoretileno) que cambian de color con la iluminación como una pista de baile en una discoteca, la obra de Berlín es la remodelación de un estadio histórico, que añade una marquesina sobre las gradas pero por lo demás respeta la gravedad arcaica de la piedra caliza y el hieratismo axial de sus geometrías esenciales; y si el estadio de Herzog y de Meuron se conforma como una olla con tres tribunas de gran pendiente y una cubierta que casi se cierra sobre el hervor de la multitud, el proyectado por Otto March hace casi un siglo (completado en los años 30 por sus hijos Walter y Werner, y adaptado ahora por Volkwin Marg, de la firma Von Gerkan & Marg) muestra la pendiente tendida y la lejanía a la cancha característica de las instalaciones de atletismo, un inconveniente para el fútbol que se suma a la interrupción de las gradas por la puerta del Maratón, y a la disminución de la visibilidad de la tribuna superior por los soportes arborescentes del anillo sin cerrar de la marquesina.

Este Jano arquitectónico es, desde luego, un retrato de Alemania, aunque quizá sus dos caras representen el reverso de lo que inicialmente semejan, proponiendo asimismo un oxímoron construido que simboliza la esquizofrénica tensión contemporánea entre globalización e identidad, espectáculo y memoria. A primera vista, el globo acolchado y polícromo de Múnich es una edificación futurista e hipertecnológica, que debía representar el espíritu optimista de la nueva Alemania de Angela Merkel; sin embargo, su impecable lógica geométrica, su exacta definición funcional y su ingrávida inserción en la naturaleza hacen de este estadio semafórico y neumático una obra maestra de la modernidad canónica, y de su inmaterialidad espectral la mejor vacuna contra los virus fantasmales de un pasado ominoso. Es inevitable pensar que su clasicismo à rebours se distancia deliberadamente de la estética azarosa de mástiles y lonas con la que Günter Behnisch y Frei Otto levantaron en 1972 el Estadio Olímpico de Múnich, pero aquella coreografía técnica y social perseguía exorcizar la severidad grávida y wagneriana de las concentraciones de masas nazis con los mismos instrumentos de ligereza y transparencia que la Allianz Arena.

Por su parte, el peristilo pétreo de Berlín —apenas alterado por la nueva marquesina— parecería dar expresión a la sensibilidad clasicista de la vieja Alemania; sin embargo, su sometimiento a la monumentalidad retórica de la arquitectura hitleriana, sacrificando la funcionalidad deportiva del recinto al eje ceremonial que fractura tribunas y cubierta, hace de su tradicionalismo historicista un planteamiento manifiestamente anticlásico, que por lo demás renuncia a poner en cuestión la urbanidad escenográfica del periodo nazi. Ésta es acaso la actitud más contemporánea, o cuando menos la más extendida en un país que ha reemplazado la culpa vergonzante por la aceptación distraída, y que tras la caída del muro de Berlín ha ocupado los edificios nazis —de la sede de la Luftwaffe, hoy Ministerio de Finanzas, al antiguo Reichsbank, actualmente usado como Ministerio de Asuntos Exteriores— sin los escrúpulos o las reticencias de antaño frente a los fantasmas familiares de Alemania. Sólo así puede entenderse la naturalidad con que se ha remodelado el escenario de los Juegos Olímpicos de 1936, el lugar donde Leni Riefenstahl filmó Olympia —el documental propagandístico que mejor representó los ideales y la estética nazi— y donde Albert Speer levantó las mismas catedrales de luz que habían acogido los congresos del partido en Núremberg.

Los dilemas dramáticos de Alemania son también en cierta medida los de Europa, y en general los de las poblaciones reclamadas por las pulsiones antitéticas de adaptación amnésica a la homogeneidad planetaria y defensa memoriosa de su singularidad histórica. En Múnich, un estudio de Basilea de perfil artístico y experimental —que ya había construido allí el museo Goetz y la galería Fünf Höfe— ha fabricado un icono para los dos clubs de fútbol de la ciudad (Bayern y TSV 1860), que alternativamente iluminan en rojo o en azul la gigantesca linterna del estadio, y para la selección nacional, que enciende en blanco este fanal almohadillado, surgiendo en el paisaje de autopistas como un hito mágico y abstracto capaz de suscitar a la vez identificaciones emotivas y emociones estéticas. En Berlín, un despacho de Hamburgo de perfil tecnológico y corporativo —que ya tiene en su haber varios estadios en diferentes ciudades alemanas— ha remodelado un emblema nazi sin alterar su presencia urbana, limitándose a cubrir las gradas y a introducir los equipamientos de una instalación deportiva moderna, desde asientos confortables hasta salas de prensa y palcos VIP, homogeneizando sus prestaciones programáticas pero limitando su regeneración simbólica a letreros informativos en los porches perimetrales y a un centro de interpretación que se alojará en el Langemarckhalle, un edificio en forma de templo egipcio próximo al estadio donde los nazis homenajeaban a los héroes caídos en el campo de batalla. Paradójicamente, es el proyecto más genérico, levantado en el entorno más anónimo, el que consigue materializar un objeto de mayor singularidad formal y de mayor atractivo para nuestra sociedad del espectáculo; mientras que el enfrentamiento con una pieza urbana abrumada por el peso de su historia se salda con una desganada trivialización y con un dócil sometimiento a la memoria que daña tanto su calidad funcional como su fuerza emblemática.

Durante un mes vamos a estar pendientes de las pantallas donde van a librarse estos combates deportivos que para los nazis eran una preparación para la guerra, y para nosotros una lucha ritualizada que reemplaza el conflicto bélico con la batalla simbólica. A fin de cuentas, quizá sea cierto que el espectáculo nos une y la memoria nos separa; si ello es así, seguramente debemos celebrar la unanimidad amnésica del fútbol, y confiar en que su belleza geométrica nos proteja de los fantasmas que se agitan en la trastienda histórica de las pugnas nacionales y los pulsos identitarios.

 

 
  
 

Mayo 2006  

 

La ciudad es un árbol 

El acalorado debate público sobre la reforma del Paseo del Prado madrileño recuerda a los políticos y a los urbanistas la dimensión comunitaria y ecológica de la ciudad, una visión humanista del entorno a la que dedicó su vida y su obra la recientemente desaparecida Jane Jacobs. (Foto: Uly Martín)


 
  
   

 


 

Luis Fernández-Galiano 
Vértices de Asia

Árabes e hindúes pugnan por superar a los chinos, que acaban de adelantar a los malayos: de un tiempo a esta parte, el récord mundial de altura es un liga asiática. Los 452 metros de las Torres Petronas de Kuala Lumpur fueron rebasados el año pasado por los 508 metros del Taipei 101, llevando el techo del mundo de Malaisia a Taiwan, y cuando aún no se han rematado los 512 metros del World Financial Center en Shanghai, ya han surgido dos nuevos aspirantes asiáticos: el Burj Dubai, un rascacielos diseñado por Adrian Smith —de la oficina en Chicago de Skidmore, Owings and Merrill— en ese emirato del Golfo Pérsico, y la torre de Noida, proyectada por el arquitecto indio Hafeez Contractor en una ciudad satélite de Nueva Delhi. La altura prevista del primero, que se terminará en 2008, es de 705 metros, aunque los promotores árabes han eludido confirmar la cifra, asegurando sólo que batiría el récord en las cuatro categorías reconocidas; la altura hipotética del segundo, cuya construcción no se ha iniciado aún —pese a lo cual se asegura que estará acabada en 2013—, es de 710 metros, con el propósito de llevar a la India el mítico registro: la competición de la altura no se desarrolla ya únicamente en las costas pacíficas de Asia, pero tiene todavía ese continente como teatro.

El alejamiento del océano Pacífico, o quizá simplemente la modificación del clima estético en el tiempo transcurrido, parece haber tenido efectos arquitectónicos, porque mientras los dos últimos poseedores del récord ensayaban figuraciones próximas al historicismo postmoderno —las tracerías islámicas de las Petronas o la pagoda vertical de Taipei 101—, los actuales challengers transitan por el homenaje neomoderno o el futurismo hipermoderno: si la aguja de Dubai remite más a los colosos retranqueados neoyorquinos dibujados por Hugh Ferriss o al rascacielos de una milla soñado por Frank Lloyd Wright que al vernáculo arábigo, los cucuruchos agrupados de Noida traducen la cónica Millennium Tower de Norman Foster al lenguaje del cómic y los dibujos animados, formulando un híbrido de castillo de Blancanieves y nave de Flash Gordon sin vínculo alguno con la tradición hindú. En todo caso, es difícil saber qué es más deprimente, el vacuo expresionismo de un arquitecto de Chicago rindiendo homenaje en Oriente Medio a la historia del rascacielos americano, o la frívola retórica mediática de un indio educado en la neoyorquina universidad de Columbia que asegura evocar a la vez la cordillera del Himalaya y la ciudad de Batman.

Tan lejos del Mile High Illinois como de Gotham City, pero partícipe a la vez del simbolismo visionario del proyecto de Wright y del futurismo inocente de las escenografías de Bob Kane, la pirámide diseñada por Norman Foster para la nueva capital de Kazajistán es un testimonio extraordinario del dinamismo económico de las repúblicas ex soviéticas que poseen recursos naturales, y a la vez un producto insólito del despotismo entre paternalista y corrupto que está siendo sacudido por la reciente marea de movimientos populares, cuyo fervor contagioso —tras la revolución rosa de Georgia en 2003 y la revolución naranja de Ucrania en 2004— ha llegado en 2005 al Asia Central con los levantamientos de Kirguizistán en marzo y Uzbekistán en mayo. El Kazajistán de Nursultán Nazarbáyev —presidente desde la independencia en 1991 de este país estepario de 15 millones de habitantes y 2,7 millones de kilómetros cuadrados— no ha sido todavía afectado por las revueltas que han desestabilizado las dos repúblicas que delimitan su frontera meridional, donde la presencia islámica es más fuerte, pero los riesgos implícitos en su propia diversidad religiosa y étnica se han procurado conjurar anticipadamente con este singular proyecto, que se propone como un símbolo de reconciliación y unidad bajo el nombre de Palacio de la Paz.

Emplazada en el centro de Astana —la nueva capital trazada en 1998 por Kisho Kurokawa con un plan monumental, simétrico y severo—, en un eje ceremonial que la une con el Palacio Presidencial, la pirámide de Foster es una colosal construcción de vidrio coloreado, piedra y acero que contiene un teatro de ópera, un museo de la cultura, una universidad de las civilizaciones y un centro para grupos étnicos, amén de una sala circular en la cúspide (bajo unas vidrieras diseñadas por un amigo del arquitecto, Brian Clarke) que debe servir como sede de un congreso trienal de líderes religiosos internacionales. Levantada a marchas forzadas por una empresa turca con el objetivo de inaugurarla en junio de 2006 —antes de las elecciones previstas ese año, y a tiempo para el segundo congreso religioso—, la obra de Foster and Partners recuerda inevitablemente los proyectos utópicos de los arquitectos iluministas franceses Étienne-Louis Boullée y Claude-Nicolas Ledoux, que utilizaban formas geométricas elementales como la esfera, el cono o la pirámide para expresar la autoridad de la razón, y que la oficina británica reconoce como fuente de inspiración; y evoca también las propuestas visionarias de Buckminster Fuller, el ingeniero norteamericano cuyas cúpulas y tetraedros geodésicos influyeron indeleblemente en la trayectoria de su discípulo y amigo Norman Foster.

Los 62 metros de la pirámide kazaja —realzados por el podio que se oculta bajo una suave elevación del terreno— le otorgan una escala grandiosa, que el espectacular espacio del atrio, extendido con un óculo sobre la ópera hasta una altura mayor que la de Santa Sofía, subraya con su aura luminosa: una dimensión muy superior a los 21 metros de la polémica pirámide de I.M. Pei en el patio del Louvre, pero desde luego alejada de los 145 metros originales de la de Giza, lo que no impedirá que se le atribuyan ambiciones faraónicas, como en su día se asignaron al promotor de la construcción parisina, François Mitterrand. El caso de Nazarbáyev es bien distinto, y el rígido dominio del país que le ha permitido trasladar la capital desde Almaty, cerca de la frontera china, hasta la actual Astana —construida de nueva planta, como Brasilia o Chandigarh, en un emplazamiento central en el territorio, y sobre la ruta del ferrocarril transiberiano, pero de clima más riguroso y extremo que la antigua capital—, no parece haberse conseguido sin un control totalitario de la disidencia y los medios de comunicación. En las estepas del Asia Central, la arquitectura continúa dando cuerpo monumental a la voluntad política, y elevando símbolos transparentes de la autoridad autista y el poder patrimonial.

 
  
 

abril 2005  

 

Don Miguel de La Mancha  

Miguel Fisac, que nació en Daimiel en 1913, ha regresado a sus orígenes manchegos para construir en Almagro, frente a su propia casa, una penúltima y mínima lección de arquitectura donde su espíritu libre y cervantino se manifiesta con un laconismo proveniente a la vez de la tradición vernácula y de la abstracción moderna. Esta pequeña obra resume, en el año del centenario del Quijote, la trayectoria de un creador tan arraigado en el lugar como innovador en el lenguaje. (Foto: Javier Azurmendi)


 
  
   

 


 

Luis Fernández-Galiano 
Don Miguel de la Mancha

‘Manchego moderno’ suena tan esforzado como la quintaesencial ‘música militar’. Sin embargo, este oxímoron estilístico —que parece reunir las puertas de cuarterones con las mesas de vidrio en un despacho de notario joven— se ha transmutado por obra y gracia de Almodóvar en un social realismo costumbrista que digiere lo rural en la metrópoli. En contraste con esta hibridación estética, la arquitectura ha perseguido la modernidad en el sustrato racional de la construcción vernácula: no tanto mezclando lo viejo con lo nuevo como procurando encontrar en la tradición un basamento sólido de ingenio material, adecuación climática y sabiduría antropológica. Esa inteligencia decantada de la tapia y el balcón, el patio y el corral, el sótano y el zaguán, entra en sintonía con el empeño de las vanguardias por reducir la arquitectura a su desnudez esencial, y establece un territorio en el que lo ‘manchego moderno’ puede enunciarse sin temor a la sonrisa irónica o el desconcierto perplejo.

El nonagenario Miguel Fisac, al que rutinariamente se describe como un manchego universal, hizo honor a esa síntesis de lo local y lo global —que es otra manera de designar tradición y modernidad— con su casa de Almagro, remodelada en 1978 con sus característicos encofrados flexibles, y ha regresado un cuarto de siglo después al mismo lugar para levantar, en la acera de enfrente de la calle de las Cruces, otra casa para una amiga editora que resulta contener un cúmulo de lecciones exactas y escuetas. Desde el paño casi ciego de la fachada norte —apenas puntuado por el balcón en escorzo sobre el portón del garaje que se camufla en el paramento encalado—, en línea con la práctica vernácula de cerrar la casa a la calle y abrirla al interior, hasta el ‘patio frío’, con su ciprés, oculto tras ese muro protector en el límite rotundo entre lo público y lo íntimo, y pasando por el zaguán empedrado, el sótano excavado en la roca o el corral convertido en jardín romántico y ruinoso, cada mínimo gesto evidencia la sabiduría lacónica de una tradición muy moderna.

Dice Vargas Llosa que en el Quijote se hallan a la vez el rechazo del nacionalismo y el amor a la ‘patria chica’, y esa conjunción de escepticismo identitario y arraigo íntimo la explica el escritor peruano argumentando que “las ‘patrias chicas’ son patrias generosas, carecen de fronteras”. Fisac, que es cervantino por devoción a su origen, pero tan admirador del Quijote como vehemente detractor del Persiles, ha sabido ser manchego en Almagro sin detraer un ápice de su espíritu cosmopolita, levantando esta vivienda breve para una editora vasca que habita en Madrid un edificio construido por un gran arquitecto catalán, el Girasol de Coderch, y esa feliz mezcla de patrias generosas vibra en sintonía con el ánimo viajero y visionario de don Miguel, que recorrió varias veces el mundo para llegar a la conclusión de que el futuro sería modelado por la aviación comercial y el auge de China, un pronóstico que acaso orientó la trayectoria profesional de su dos hijos, uno de los cuales es ingeniero aeronáutico y piloto, y la otra dirige el Centro de Estudios de Asia Oriental en la Universidad Autónoma de Madrid.

Mientras el rey homenajea con el premio Cervantes a ese extraordinario escritor y admirable ciudadano que es Rafael Sánchez Ferlosio, los arquitectos podemos sumarnos a la fiesta llevando la mirada del Jarama al Guadiana, para seguir el último episodio de las industrias y andanzas de otro intelecto insumiso, que ha celebrado este año centenario del Quijote regresando a su patria manchega y materna para reiterar la vigencia del consejo del maese Pedro cervantino —“llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala”—, en una penúltima salida donde no han faltado curas y barberos empeñados en desengañarlo de su lucidez libérrima. Pero este 2005 recordamos también la publicación de unos artículos de un empleado de la oficina de patentes de Berna que transformarían tanto nuestra visión del mundo como la capacidad de intervenir en él, y es lícito preguntarse si los autores de El testimonio de Yarfoz y el Centro de Estudios Hidrográficos no se sentirán tan próximos a la emoción deslumbrante del conocimiento científico y al desafío racional del desarrollo técnico como a la integridad moral y la libertad testaruda del hidalgo manchego, arcaico y moderno lo mismo que Ferlosio o que Fisac.

 
  
 

abril 2005  

 

Planes torcidos  

Las elecciones vascas se presentan como un referéndum sobre un plan con nombre propio. El fervor por la autoría, que se ha extendido de la arquitectura al urbanismo, llega incluso al espacio político, pero es dudoso que la neutralidad exigible a las normas comunes se satisfaga adecuadamente con la ciudad de autor o la constitución con apellido.


 
  
   

 


 

Luis Fernández-Galiano 
Planes torcidos

Hay ciudades de autor, pero la democracia es anónima. El espacio de la polis y el espacio político tienen vínculos íntimos, y la creciente deriva de lo urbano hacia la gestualidad artística se corresponde con un deslizamiento de lo colectivo hacia la representación mediática. Si la arquitectura espectacular prospera en el humus nutricio de la política-ficción, ningún entorno más favorable para el signo construido que los regímenes en trance de cristalización simbólica, porque es entonces cuando las identidades inventadas fraguan en forma de artificios urbanos: la historia del mito se incardina en la geografía del hito, y la comunidad diseñada se manifiesta a través del territorio voluntario. El vasco es un ejemplo extremo de esta tendencia global: el nacionalismo identitario revistió su arcaísmo tradicionalista con el brillo cosmopolita del turbión de titanio del Guggenheim, y hoy hace resonar su etnicismo excluyente en la violencia caligráfica de Zaha Hadid en Zorrozaurre.

A la vez márketing urbano y rebranding glamoroso de una marca nacional contaminada por el crimen, la constelación de estrellas reunidas en Bilbao dibuja el perfil de un éxito sin matices, que ha ocultado el escándalo de una ciudadanía intimidada por las armas bajo el ropaje amable y vasco-cool de la arquitectura, la ingeniería y el urbanismo de autor. La pasión por las construcciones de diseño es, desde luego, planetaria, pero en pocos lugares alcanza la densidad temática del Abandoibarra vizcaíno, y en ninguno se extiende al ámbito urbano con el ímpetu subjetivo de Zorrozaurre, la península aguas abajo de la ría del Nervión que la arquitecta angloiraquí ha proyectado con su lenguaje expansivo, fileteando sus 57 hectáreas con un abanico de cortes topográficos que agrietan artísticamente el nuevo barrio bilbaíno. Como en el caso del Guggenheim, el dinamismo del idioma formal de su autora propiciará su remisión metafórica al tormentoso panorama político vasco, pero es dudoso que el aplauso otorgado al agitado museo de Gehry se conceda también a este paisaje retóricamente fracturado.

La ciudad habitual puede tolerar iconos explosivos, de la misma manera que la rítmica rutina cotidiana puede verse interrumpida por eventos singulares que nos exaltan o nos hieren. Sin embargo, la geometría urbana es tan incompatible con la aceleración diagonal de la distorsión expresiva como la vida en común se hace insufrible bajo el chantaje permanente del terror, que para colmo en el País Vasco se maquilla con la hipocresía melíflua del poder nacionalista. También aquí Hadid expone el desesperado caos de su propuesta urbana con la engañosa cosmética de la representación informática, que en la vista aérea transforma el desorden azaroso de los bloques desparramados en una atractiva radiación de grietas acuáticas y pliegues del terreno, mientras la perspectiva próxima transmuta la densa acumulación aleatoria de piezas triviales en una lírica secuencia de translúcidos prismas cristalinos, con los que se da forma inmobiliaria a su croquis inicial de la ría, un caprichoso remolino de ondas turbulentas que se asemeja a un protozoo flagelado.

Le Corbusier escribió un poema al ángulo recto, y no resulta ocioso subrayar que la neutralidad anónima de la regularidad cartesiana es del todo compatible con la belleza lírica. Aunque algunos piensen que la magia del arte reside sólo en la espontaneidad inesperada del gesto, la imposición en el territorio de un trazado arbitrario es tan inaceptable como el empeño en ahormar la sociedad forzándola en los moldes de una nación mítica y milenaria, sometiéndola a la sharia de las leyes viejas y empujando hacia la limpieza étnica del goyim maqueto. De la misma manera que la subjetividad sugestiva y veloz de zorrozaha puede acabar dando lugar a un barrio caótico, los proyectos sesgados de soberanía identitaria amenazan con precipitar a la ciudadanía hacia un conflicto dramático de confusión emotiva y fractura material. Las membranas ondulantes del tripanosoma dibujado por Hadid portan la patología infecciosa de la irracionalidad seductora, y su flagelo parásito nos empuja a elegir entre la enfermedad del sueño y la vacuna de la razón.

 
  
 

abril 2005  

 

Volúmenes en vilo  

La inauguración de la Casa da Música de Oporto dota a la ciudad portuguesa de una construcción emblemática que es, además, la primera obra del holandés Rem Koolhaas en la Península Ibérica. Semejante a una roca tallada, el volumen de hormigón contiene un auditorio de proporciones clásicas y espacios para la música experimental, realizados con una voluntad escultórica que evoca las formas de los años sesenta del pasado siglo. (Foto: OMA)


 
  
   

 


 

Luis Fernández-Galiano 
Volúmenes en vilo

Oporto ya tiene su icono. La Casa da Música de Rem Koolhaas figurará pronto en los folletos turísticos y atraerá el flujo habitual de visitantes arquitectónicos. El fervor por las construcciones emblemáticas despertado en los políticos por el ‘efecto Guggenheim’ ha permitido canalizar hacia ellas sumas ingentes de dinero, abundante talento formal y no menos copiosa pericia técnica. Como resultado, las obras simbólicas se han convertido en la Fórmula 1 de la arquitectura, un circuito en el que compiten las mejores escuderías y los mejores pilotos, al servicio del espectáculo desde luego, pero al servicio también de la investigación y la innovación. Con el aerolito tallado de la Casa da Música, la sosegada Oporto se incorpora a la liga ajetreada de ciudades que usan la arquitectura para el marketing urbano; algunos pensarán que su vino universal y su belleza melancólica la eximían del esfuerzo gimnástico de la construcción singular, pero no es fácil evitar ese peaje cuando por doquier se reclama aprovechar las efemérides para levantar edificios que incrementen la visibilidad mediática y la capacidad de atracción.

La ciudad portuguesa se inscribió en la carrera en 1999, convocando a toda prisa un concurso para construir un auditorio a tiempo para su desempeño como capital europea de la cultura en 2001. Los plazos eran sin duda insensatos, y la testaruda realidad ha llevado el término de la obra a 2005, tras un cúmulo de vicisitudes contractuales, técnicas y financieras, amén de un baile de presidentes de la Casa da Música que ha hecho sucederse hasta cinco responsables al frente de la institución. Pero los concursantes dispusieron sólo de tres semanas para preparar el proyecto, circunstancia ésta que hizo desistir a la mayoría de los convocados, de manera que al final únicamente entregaron propuestas el argentino residente en Nueva York Rafael Viñoly, el francés Dominique Perrault y el holandés Rem Koolhaas. El jurado —del que formaba parte el arquitecto de Oporto Eduardo Souto de Moura— eligió el proyecto del último, diseñado originalmente para una casa llamada Y2K por la obsesión de su dueño con el cambio de milenio, y que ante las premuras del concurso se recicló como auditorio multiplicando su escala doméstica hasta alcanzar el tamaño de un edificio público. Este objeto facetado es el que se inaugura ahora, sin modificaciones significativas de su morfología exterior, pero con cambios importantes en los laberínticos interiores que se desarrollan entre la gran sala y el perímetro, y con la radical transformación que ha supuesto su construcción en hormigón, frente al cerramiento vidriado del proyecto del concurso, donde se percibían mejor los ecos de la también cristalina biblioteca de Seattle.

El hormigón exacto de Koolhaas, tallado como una piedra preciosa y plegado como una cartulina de origami, es a la vez sólido y superficial: un volumen arbitrario de geometría angulosa donde se excavan los prismas regulares de los usos esenciales, entre los cuales la sala principal, una ‘caja de zapatos’ —la forma preferida por los especialistas en acústica— para 1.200 espectadores, con las proporciones de la Musikverein vienesa; y una lámina que se dobla para definir un perfil almidonado, cuya continuidad de recortable subrayan los huecos delimitados por aristas y la prolongación de los patrones de encofrado entre caras contiguas. Esta condición pétrea y papirofléxica es un adecuado oxímoron material para un proyecto paradójico, donde todo sorprende si se mira en detalle: el cerramiento planchado hace pensar en un interior cartesiano y funcional, pero nada tan azaroso como los intrincados recorridos, vertiginosas escaleras y recónditos reductos que se alojan en el colosal poché entre sala y fachada, y nada tan escarpado como la escalinata principal, que se derrama generosa invitando engañosamente a escalarla; el gris monolítico del hormigón sugiere espacios monocromos y severos, que resultan desmentidos por la esponja verde de la zona de cibermúsica o la goma rosa del aula educativa, las maderas con hebras doradas del auditorio o el collage de azulejos de la sala VIP, el aluminio perforado por luces fluorescentes o los vidrios ondulados que hacen de los huecos ventana y pantalla simultánea; y los planos inclinados de los volúmenes en vilo simulan trasdosar la pendiente de las salas, si nos guiamos por predecesores tan notorios como el club obrero de Melnikov o la facultad de ingeniería de Stirling, y sin embargo ésta es una hipótesis errónea; tan equívoca al cabo como la percepción diurna de una pieza hermética que la noche transforma en un fanal de colores feriales.

Desde la compleja estructura —calculada por Ove Arup con la ingeniería portuguesa AFA, que también intervino en el estadio de Braga de Souto de Moura—, que se despliega con patas o raíces diagonales para impedir el vuelco del pedrusco, dando lugar a unos diagramas semejantes a Mazinger Z o un módulo lunar, y hasta la forma en que el volumen rehúsa levantarse sobre el meticuloso pavimento —en la forma tradicional portuguesa de pequeños adoquines, aunque sustituyendo la piedra calcárea por un granito oscuro— diseñado por Siza y Souto de Moura para el entorno de la salida de metro inmediata, para colocar en la parcela su propia alfombra escenográfica de losas de travertino color miel, todo en la obra de Koolhaas se somete al dictado de su exigente autonomía. Precisamente ésta conduce a la última y más violenta paradoja, aquélla que se desprende de las airadas protestas del arquitecto por la construcción, en una parcela contigua, de una sede bancaria tan autónoma e ignorante del contexto urbano como su propio edificio, emocionante sólo si se percibe con el rumor de fondo de la ciudad habitual, pero perdido en una cacofonía de gestos si su ejemplo prolifera. ¿Qué sería del Pompidou sin la placidez del Marais, qué de la ópera de Sidney sin el silencio horizontal de la bahía? Pero lo que puede ocurrir con la obra emblemática si la cercan los gritos podemos descubrirlo ya en Bilbao, cuyo remolino de titanio pierde fuerza plástica con cada nueva construcción que en Abandoibarra reemplaza la extensión unánime de contenedores y de vías.

El retorno del expresionismo escultórico de los años sesenta del siglo pasado —del colosalismo megaestructural del recientemente fallecido Kenzo Tange o de Clorindo Testa al brutalismo de raíz corbuseriana de Denys Lasdun o Claude Parent, pasando por las esculturas habitadas de André Bloc o Frederick Kiesler— concita en el mundo de habla portuguesa el recuerdo inevitable de la gran época brasileña que se extiende hasta los hormigones titánicos de Lina Bo Bardi o Paulo Mendes da Rocha. Sin embargo, esta obra de Oporto puede reclamarse de más próximas fuentes holandesas, y muy especifícamente de la herencia de H.A. Maaskant —el premio que lleva su nombre recayó por cierto en Koolhaas en 1986, y la relación entre ambos es más estrecha de lo que puede detallarse aquí— y Jacob Bakema, cuyas dinámicas construcciones (extendidas hasta la frontera del kitsch por maestros coetáneos como Nervi o Saarinen) inspiran todavía a discípulas de Koolhaas como Zaha Hadid y a más jóvenes compatriotas como los integrantes del equipo Mecanoo, que acaban de ganar un concurso en Lérida con un inteligente aggiornamento del aula magna que se eleva en el campus de la Universidad Técnica de Delft donde en su día estudiaron y hoy enseñan. Arquitecto al fin testarudamente corbuseriano en su acepción más genuina, Koolhaas ha completado en Oporto un homenaje perverso al maestro francosuizo, honrado en la brutal elegancia del hormigón bajo la luz y ofendido en la escenografía inmaterial y colorista del auditorio nocturno. Como en la promenade nerviosa de la embajada berlinesa, que rebota zigzagueante por las paredes del cubo para subordinar el espacio necesario del trabajo al capricho voluble del itinerario, el holandés ha encerrado la complejidad mecánica de un reloj parado en el envase hipnótico de la geometría elemental. Es un juego serio que demanda silencio, y una pirueta arriesgada que exige la complicidad inmóvil del mundo alrededor. Aguardaremos en vilo, y acaso en vano.

 
  
 

marzo 2005  

 

Albert Speer, a la sombra de Hitler  

El arquitecto del Führer cumpliría hoy cien años. En un momento en que el cine y los libros reconstruyen el hundimiento catastrófico del régimen nazi, la trayectoria del que llegara a ser ministro de Armamento del Tercer Reich es una ilustración pedagógica de la relación entre las artes y la política totalitaria.


 
  
   

 


 

Luis Fernández-Galiano 
Albert Speer, a la sombra de Hitler

El genio era Hitler. Albert Speer, su arquitecto y confidente, fue sólo o sobre todo un eficaz tecnócrata que logró dar forma con maquetas y edificios a los sueños visionarios del Führer. El joven acomodado y culto que se convirtió al credo nazi tras sucumbir a la oratoria hipnótica de Adolf Hitler consideró siempre a éste su tutor en el terreno de las artes, y aceptó sus opiniones en materia arquitectónica más con la docilidad del discípulo ante el maestro que con el sometimiento del militante al líder. Si se compara la destreza autodidacta de los croquis arquitectónicos del dictador con lo rutinario del trazo en los dibujos de su seguidor e intérprete es fácil constatar que la subordinación pupilar de Speer tenía fundamentos materiales, y que la admiración artística por el Führer profusamente detallada en sus Memorias no era un mero reflejo de la fascinación política. Como es sabido, el joven Hitler se ganó la vida como dibujante callejero, y se describía en los documentos de identidad como ‘pintor de arquitecturas’; llegado al poder, puso a disposición del joven Speer un ejército de funcionarios para conformar su utopía arquitectónica: si Leni Riefenstahl, la cineasta del Tercer Reich —desaparecida en septiembre de 2003 a los 101 años, por cierto una semana después que el ‘cuñadísimo’ Serrano Suñer, ‘arquitecto’ filogermánico del régimen franquista, y exactamente a la misma edad—, dispuso de 30 cámaras para rodar El triunfo de la voluntad, y de 45 para Olimpiadas, Speer tuvo bajo sus órdenes a un millar de empleados; cualquier evaluación de los logros estéticos de una u otro es inseparable de los colosales medios puestos a su servicio por el estado totalitario.

Todo lo anterior no significa que Speer careciera de talento: lo tuvo como arquitecto —pese a que no consiguiera ser aceptado como estudiante de Poelzig por su dibujo insuficiente—, pero lo tuvo aun más como escenógrafo, como organizador y como político, tres campos en los que su mentor lo superó con creces. Se inició en los proyectos públicos en 1933, primero al servicio de Goebbels y después con el diseño de la escenografía para las concentraciones en Núremberg del partido nazi —que llegó al poder ese año, y al que Speer pertenecía desde enero de 1931—, pero bajo la supervisión de un auténtico maestro del teatro político, autor de la identidad corporativa del partido nazi y escenógrafo inspirado cuya verosímil contratación por la Ópera de Viena hubiera quizá cambiado la historia del siglo XX. Manifestó su competencia organizativa como Inspector General de Edificación —a cargo de todo el programa de remodelación urbana de Berlín— desde 1937, y como ministro de Armamento —responsable de los autopistas y las fortificaciones lo mismo que de la industria bélica— desde 1942, pero en ambos casos al servicio de un tirano carismático que supo conducir con genio ominoso la expansión de Alemania hasta la catástrofe final. Y evidenció su destreza política al alcanzar las más altas responsabilidades en el estado nazi, introduciéndose en el círculo íntimo del poder, donde supo permanecer —sorteando conspiraciones y envidias— hasta las horas últimas del búnker berlinés, pero de nuevo su trágicamente brillante trayectoria sólo se explica como resultado de la protección paternal de Adolf Hitler, que sentía por él un afecto basado en su común pasión por la arquitectura.

Hijo y nieto de arquitectos —y padre del que con el mismo nombre dirige hoy un importante estudio alemán—, Albert Speer se formó con el tradicionalista Heinrich Tessenow, del que sería ayudante, y de ahí provino su familiaridad con el clasicismo nórdico del danés Carl Petersen o el sueco Gunnar Asplund, influencias éstas que se fundirían —en la matriz común de la Wagnerschule entonces dominante— con el monumentalismo prusiano de Gilly o Schinkel, interpretado sucesivamente por el Behrens doméstico y el Troost institucional, para conformar un neoclasicismo colosal y retórico con el que el arquitecto aseguraría haber procurado aproximarse a “la grandeza melancólica de Juan de Herrera”. Este estilo solemne, que utilizó en sus grandes proyectos de 1935-42, llegaría en ocasiones a materializarse —como en la gran tribuna, inspirada en el altar de Pérgamo, que construyó en el Zeppelinfeld de Núremberg en 1935, o en la nueva cancillería que levantó para Hitler en Berlín en 1938—, pero el inicio de la guerra en 1939 interrumpió la mayor parte de ellos, dejando reducidos al estadio de titánicas maquetas los más ambiciosos, desde la gran sala coronada por una cúpula que remataba el eje norte-sur de Berlín —concebido como una espléndida avenida procesional— hasta los palacios del Führer y el mariscal del Reich Hermann Goering.

Desde luego, este clasicismo imperativo no fue exclusivo de Alemania, ya que por aquella época se usaba por igual en la Italia de Mussolini, en la Unión Soviética de Stalin o en los Estados Unidos de Roosevelt para las grandes obras institucionales; y tampoco fue el estilo único del régimen nazi, que promovía con idéntica convicción la arquitectura neovernácula en las zonas rurales y el estilo moderno en fábricas y autopistas —el propio Mies van der Rohe diseñó estaciones de servicio, y entre los auxiliares de Speer figuraban el lacónico Bonatz y el normalizador Neufert—. Pero fue el lenguaje con el que el totalitarismo eligió representarse en su corazón simbólico (Speer dijo incluso que esas arquitecturas “no debían sólo expresar la esencia del movimiento nacional-socialista... debían ser parte integrante del mismo”), y la intervención personal de Hitler en su diseño está en sintonía con su concepción wagneriana y operística del estado nacional-socialista como “obra de arte total”, un asunto que Jean Clair esclareció con especial agudeza analítica, y que Frederic Spotts ha documentado ampliamente en su Hitler and the Power of Aesthetics. Habiendo proyectado en su juventud numerosos edificios con el idioma académico de la Ringstrasse vienesa, el Canciller aportó al trabajo de Speer algo más que el apoyo político de un mecenas poderoso: desde la gran sala cupulada, desarrollada a partir de dibujos de Hitler inspirados en el Panteón romano, hasta el arco triunfal del eje norte-sur, que reproduce literalmente el proyecto diseñado por el líder nazi en 1925, no hay maqueta visionaria para Berlín o Núremberg —como para Múnich o Linz con otros arquitectos— que no refleje la voluntad artística del Führer.

El pacto fáustico de Speer con Hitler no dejó atrás, como ambos fantasearon en sus escritos, un paisaje de ruinas cuya grandeza hablara en el futuro de lo titánico de su empeño. Las construcciones no interrumpidas por la guerra fueron demolidas tras ella, y de aquella utopía colosal y perversa no quedan sino pálidas imágenes (ocultas por el pudor de la desnazificación hasta la exposición sobre Speer organizada en 1975 en Estocolmo por Lars Olaf Larsson, autor también de la monumental obra completa publicada en alemán en 1978, y en edición bilingüe franco-inglesa en 1985, bajo los auspicios bruselenses de Maurice Culot y enriquecida con un extenso y polémico texto apologético de Léon Krier, antecedentes arquitectónicos de la biografía de Joachim Fest en 1999 y de la reciente serie de televisión de Heinrich Breloer sobre la relación entre Speer y Hitler, que aparece también episódicamente en El hundimiento de Oliver Hirschbiegel). Retrospectivamente —y acaso en sintonía con la naturaleza sombríamente teatral del nacional-socialismo—, lo que Speer describió como “la fascinación y el terror de aquellos años” se resume admirablemente en la ‘catedral de luz’, la sublime columnata inmaterial de reflectores que enmarcaba las concentraciones de masas en Núremberg. Esa misma ciudad sería escenario del juicio de los jerarcas nazis, que condenó a Speer a una pena de 20 años, cumplida en la soledad de la cárcel de Spandau hasta 1966, residiendo después de esta fecha en Londres hasta su muerte en 1981, dedicado a la redacción de sus Memorias. De ellas extraemos una frase introductoria que sirve como epílogo de este texto, y quizá también como epitafio de una vida de luz y de tiniebla: “En el tribunal de Núremberg dije que si Hitler hubiese tenido amigos, yo habría sido uno de ellos. Le debo tanto los entusiasmos y la gloria de la juventud como el horror y la culpa que vinieron después”.

 
  
 

marzo 2005  

 

Esperando a Corelli  

La construcción contemporánea ha llegado a un extremo tal de virtuosismo extravagante que la situación está madura para un “retorno al orden”. Dos edificios recientemente terminados en Estados Unidos —el Caltrans de Morphosis en Los Ángeles, y el Stata Center de Frank Gehry en Cambridge— ilustran el manierismo escenográfico de esta arquitectura de ficción publicitaria y dibujos animados. (Foto: Roland Halbe)


 
  
   

 


 


Luis Fernández-Galiano 
Esperando a Corelli

En el siglo XVII, Arcangelo Corelli rescató la música de los contrastes arbitrarios y los efectos sorprendentes del stylus phantasticus; en el siglo XXI, la arquitectura necesita un Corelli que la haga regresar al orden y la mesura, tras los excesos escenográficos de un “estilo fantástico” que mezcla la ciencia ficción con los dibujos animados. Predicar las virtudes del equilibrio y la sencillez en un entorno de estrépito y espectáculo, donde sólo parece hacerse oír quien grita más fuerte, puede desdeñarse como un lamento nostálgico sin futuro ni esperanza; pero la naturaleza pendular y cíclica del gusto autoriza la conjetura de que acaso nos hallemos al término de un período. Desde luego, hoy no es fácil ganar un concurso con un proyecto “tranquilo”, porque las pupilas estragadas reclaman estímulos extremos, y el cada vez más alto umbral de la sorpresa exige elevar constantemente el listón de la extravagancia; sin embargo, tampoco es sencillo imaginar cuánto trecho queda aún por recorrer en el camino de ese virtuosismo tan admirable como fatigoso: los dos últimos edificios terminados por los californianos Thom Mayne y Frank Gehry sirven para ilustrar lo lejos que se ha llegado por esta ruta de impacto y aventura.

A finales de los años 80, el restaurante Kate Mantilini era el lugar de encuentro de los arquitectos de Los Ángeles; diseñado por Morphosis, el local resumía con violencia abstracta el conflicto constructivo y la provocación geométrica de la escuela californiana que tenía a Frank Gehry como maestro y patrón. Quince años después, Thom Mayne sigue al frente de la firma (su socio de aquel tiempo, Michael Rotondi, la dejó para concentrarse en la escuela experimental de arquitectura que habían fundado juntos, SCI-Arc), pero el enragé atormentado de entonces se ha convertido, como señala The New York Times con asombro interrogante, en “el arquitecto favorito del gobierno”, y su lenguaje barroco y catastrófico se ha desplazado de los restaurantes a los grandes proyectos públicos. Morphosis ha ganado dos importantes concursos en Nueva York, el de la Villa Olímpica en Queens —que se realizará aunque la ciudad no obtenga los Juegos— y el edificio de Arte e Ingeniería de la Cooper Union; tiene en construcción tres obras del programa de “excelencia en el diseño” del gobierno federal, unas oficinas de la administración en San Francisco, un palacio de justicia en el estado de Oregón y una estación de seguimiento de satélites cerca de Washington; y ha terminado en Los Ángeles tres proyectos recibidos con elogio unánime, dos escuelas públicas y el colosal Caltrans District 7, la sede del departamento de transportes de California, que levanta sus 13 plantas forradas de aluminio papirofléxico en el mismo centro urbano donde en 2002 y 2003 se inauguraron la catedral de Rafael Moneo y el Disney Hall de Gehry.

Concebido con desparpajo técnico y contundencia gráfica para evocar las autopistas flanqueadas por vallas publicitarias que desde allí se proyectan y gestionan, el edificio manifiesta su fe atropellada en el futuro y su veloz optimismo con los mismos recursos que los constructivistas rusos: los andamiajes vistos, la cartelería diagonal o los vuelos acrobáticos. El conjunto se envuelve con una piel metálica perforada, que se derrama en pliegues para formar marquesinas y se escarifica con guiones decorativos o con párpados mecánicos que se abren en el crepúsculo. Es a esa hora cuando mejor se percibe su condición de metáfora de la ciudad de billboards y freeways, porque la luz incierta del ocaso otorga el protagonismo a la instalación de neones del artista Keith Sonnier, Motordom, donde las bandas paralelas rojas y azules que recorren la plaza exterior y el vestíbulo urbano de cuatro plantas de altura remiten a la imagen familiar del denso tráfico de la autopista, congelado en las líneas de colores de las fotos de larga exposición.

En la otra costa de Estados Unidos, pero proyectado también por un californiano, el Stata Center de Frank Gehry en Cambridge es resultado del compromiso del Massachusetts Institute of Technology con la arquitectura de autor (Steven Holl ha construido muy cerca el polémico Simmons Hall, una residencia de estudiantes con una malla de huecos minúsculos, perforaciones azarosas y estridente cromatismo, y Charles Correa, Fumihiko Maki o Kevin Roche tienen todos obras en el campus), y es además el edificio en el que el lenguaje fragmentado del maestro de Santa Mónica alcanza el paroxismo. Destinado a los laboratorios de informática e inteligencia artificial, así como al departamento de filosofía y lingüística, el vasto conjunto de aulas, oficinas y salas de reunión —unidas por un laberinto de vestíbulos, rampas y galerías que la política de libre acceso del MIT convierte en un espectacular y onírico lugar público de encuentro— se construye con una multitud de volúmenes de diferentes materiales y colores que se maclan como si el sombrerero loco hubiera juntado distraídamente las piezas del servicio de té para fabricar un bodegón disparatado y amable.

No es posible evitar la referencia a los dibujos animados, porque tanto las fachadas y pilares inclinados en el equilibrio inestable de una gelatina de cómic como la sinfonía de colores en el escenográfico interior hablan con destreza el idioma de Disney, y la secuencia de pabellones estrambóticos de las cubiertas —Aquiles, Buda, el Casco, la Jirafa, los Gemelos— sugieren de inmediato su perfil de personajes en una película de animación. Pero este Piranesi de guardería sustituye al mítico Building 20, un enorme galpón de factura anónima construido a toda prisa durante la Segunda Guerra Mundial para desarrollar el radar —cuya productividad científica posterior fue tan formidable que recibió el apodo de “incubadora mágica”— y resulta legítimo preguntarse si la creatividad tecnológica exige necesariamente la inventiva formal. El actual presidente del MIT considera que su campus se asemeja, en su homogeneidad sin pretensiones, al paisaje disciplinado de una base militar, y cree que el virtuosismo inesperado de la arquitectura de autor ahora promovida puede expresar mejor la aventura de la investigación y el conocimiento. Por lo menos él no añora a Corelli.