Por sus formas robustas que evocan los edificios clásicos como el Coliseo o las termas romanas, y su materialidad cruda que resuena con la obra del último Le Corbusier, este resort en la playa aparece como un inesperado injerto occidental en las antípodas de Europa, las islas Vanuatu, un enclave remoto del Pacífico Sur. Sin embargo, sus pesados muros de hormigón armado que, como en los proyectos de Louis Kahn, se ofrecen dramáticamente a la luz del trópico, cumplen una función ineludible en aquellas latitudes: resistir a los intensos ciclones que, de manera regular, asuelan las costas.

Formado por 18 villas que, a la manera de un poblado auctótono, se arraciman entre palmeras y cocoteros, y por una construcción más grande y curvilínea destinada a usos comunes y que hace las veces de ‘fortaleza’, el hotel se ubica en la primera y única línea de playa, colonizando un lugar hasta ahora virgen. Sus potentes muros marcados por la huella de los encofrados de madera se abren a las vistas sobre el entorno y permiten el paso de la ventilación natural gracias a las grandes aberturas que los perforan. Se trata de unas aberturas dispuestas con cuidado y recercadas de ligeras carpinterías de madera de especies locales, cuyo color contrasta con el gris del hormigón y cuyo perfil sinuoso recuerda el de las ventanas de los edificios de Carlo Scarpa.