Premios 

Venecia, leones y quimeras

La Bienal de Venecia muestra las formas fluidas de las últimas corrientes en la 9ª edición de su exposición de arquitectura, titulada Metamorfosis.

Luis Fernández-Galiano   /  Fuente:  El País
30/04/2005



El león de San Marcos es una quimera. Al parecer, la figura de bronce que representa al patrón de Venecia es una quimera del siglo iv procedente del Mediterráneo oriental, así que la ciudad no sólo trajo de allí el cuerpo del evangelista —trasladado por los cruzados desde Alejandría en el siglo ix—, sino su propio símbolo escultórico, que las distintas mostras de la centenaria biennale entregan como trofeo artístico o cinematográfico. Pues bien, pocos eventos han merecido tanto ser premiados con Leones de Oro como la última edición de la Mostra de Arquitectura, caudalosamente abastecida de proyectos cuya belleza monstruosa y naturaleza imaginaria conducen con justicia al galardón de la quimera. Baudeleriana en su exaltación de la belleza convulsa, surreal en su afición por los cadáveres exquisitos y posmoderna en su celebración de roturas y torsiones, la Bienal organizada por Kurt Forster bajo el lema Metamorfosis ha explorado un territorio pródigo en topografías fractales y alabeos digitales, tan modelado por expresionismos biomórficos como velado por sombras o reflejos, y desde luego más próximo a Kafka que a Ovidio en su registro de mudanzas orgánicas y traumas formales. Tanto para los arquitectos que descubrieron Venecia de la mano del rigorismo gótico de Ruskin como para los que entraron en la Serenissima a través del prisma renacentista y crítico de Tafuri, esta Bienal será fatigosa y pedagógica.

El león de San Marcos, emblema de Venecia y modelo de los premios de la biennale, representa una antigua quimera.

 Peter Eisenman recibió el León de Oro al conjunto de su carrera, culminando un año italiano que ha tenido como hitos la publicación de su libro sobre Terragni, el doctorado honoris causa en La Sapienza romana y la instalación del Castelvecchio de Verona, un diálogo con Scarpa que puede aún visitarse, lo mismo que su inteligente escenografía en la propia Bienal, donde el trayecto formal que conduce desde Palladio y Piranesi hasta la obra del neoyorquino —pasando por el autor de la Casa del Fascio— se materializa en una promenade sintáctica mediante una quimera arquitectónica fabricada con rebanadas de edificios, que se ensamblan como los fragmentos anatómicos del animal mítico. El León de Oro a las obras expuestas en la sección oficial recayó sobre dos proyectos del estudio japonés SANAA (Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa), el recién terminado Museo del Siglo xxi de Arte Contemporáneo en Kanazawa, un conjunto heteróclito de exquisitas salas prismáticas encerradas en un círculo de vidrio que somete las demandas azarosas del programa al rigor luminoso de la geometría, y la aún incierta ampliación del IVAM valenciano, dos propuestas de museos cuya serenidad liviana contrasta con la agitación tormentosa que sacude los paisajes proyectuales de la Bienal. Por último, el León de Oro al mejor pabellón nacional se otorgó al de Bélgica, una instalación pòvera de pizarras y pantallas sobre Kinshasa —seleccionada en el concurso previo a la muestra que convocó el joven Instituto Flamenco de Arquitectura— que formula, desde la antropología poscolonial, interrogantes esenciales acerca de la naturaleza inmaterial de la urbanidad, en el contexto caótico y dinámico de un país sobre el que aún gravita la sombra ominosa de aquel Congo de Leopoldo que llevó la arrogancia occidental al corazón de las tinieblas. 

El estudio japonés de Sejima y Nishizawa recibió el León de Oro a las obras de la sección oficial por dos museos de arte contemporáneo, el levantado en Kanazawa y el proyectado para el IVAM.

Por lo demás, los premios de las secciones distinguieron proyectos de jóvenes oficinas como la danesa Plot (Julien de Smedt y Bjarke Ingels) en Stavanger y la londinense FOA (Alejandro Zaera y Farshid Moussavi) en Basilea, con dos provocadoras propuestas que amalgaman construcción y paisaje para imaginar una urbanidad topográfica; obras que utilizan geometrías atormentadas para ensayar innovaciones espaciales, como los bucles de chapa que confunden interior y exterior del japonés Shuhei Endo, o bien para expresar rupturas políticas, como los quiebros usados por el veterano austriaco Günther Domenig para fracturar la regularidad intimidatoria de la arquitectura nazi en el Centro de Documentación de Núremberg; grandes proyectos vinculados a eventos, como la explanada de Torres y Martínez Lapeña que es la pieza central del Fórum de Barcelona, o el Centro de Natación que, con numerosas dificultades y polémicas, está construyendo la oficina de Sidney PTW en el corazón del Pekín olímpico, y a la que acaso el galardón ayude a superar sus tribulaciones (que por cierto comparten con los dos grandes ausentes de la cita veneciana, OMA/Koolhaas y Herzog y de Meuron, ambos con colosales proyectos para Pekín 2008 sometidos a revisión); finalmente, el premio a la mejor instalación se otorgó a la realizada por el fotógrafo Armin Linke con el arquitecto Piero Zanini, y como mejor fotografía de las reunidas por Nanni Baltzer, el jurado eligió la del planeta Marte captada por la sonda de la NASA, ¡al día siguiente de que la cápsula Génesis se estrellara en el desierto de Utah!, rematando así una lista de aroma balsámico.

Peter Eisenman, que diseñó una instalación sintáctica para la muestra veneciana, fue premiado con el León de Oro al conjunto de una carrera que ha influido decisivamente en muchos de los proyectos expuestos en la Cordelería del Arsenal.

El belga, que mostró el urbanismo de Kinshasa, fue juzgado el mejor pabellón nacional, en competencia con las propuestas críticas de los de Alemania, Japón o Gran Bretaña.

 Pero más allá de la calderilla de los premios, los visitantes de la macroexposición veneciana —que se despliega sobre los plintos alabeados diseñados por Asymptote en la Cordelería del Arsenal, en el paquebote laberíntico del pabellón Italia o en la flotilla de pabellones nacionales en los Giardini— tendrán ocasión de constatar tanto el desconcierto centrífugo de la arquitectura contemporánea como su empeño por conquistar un hueco en el escenario mediático. De la espectacularidad inquietante del pabellón japonés, que documenta la cultura entre infantiloide y pedófila de los otaku (jóvenes solitarios obsesionados con los juegos de ordenador y los manga), al empeño de reinvención de los daneses, que han importado a un comisario de lujo —Bruce Mau, el diseñador gráfico canadiense colaborador de Koolhaas— para emular a Madonna, y pasando por la eficacia publicitaria del pabellón británico con su canonización de personajes, o la inteligencia crítica del alemán, que muestra la arquitectura de autor deglutida por la extensión del urbanismo basura, el recorrido por esta acumulación indigesta de estímulos ha de provocar una cierta saturación melancólica. Por más que se haya puesto de moda entre estrellas como Brad Pitt, la arquitectura no puede competir con Hollywood, y los que asistieron —el mismo día de los Leones de Oro y quince años después del concierto de Pink Floyd frente a la loggetta del Sansovino— a la presentación de la cinta de Spielberg Shark Tale en el aparatoso escenario montado en la Plaza de San Marcos entenderán que el espectáculo de la música o el cine no es fácil de homologar con la más modesta y persistente presencia del edificio en la ciudad. Bellerofonte logró matar a la Quimera con ayuda de Pegaso, pero los arquitectos necesitarán algo más que un caballo alado para enfrentarse a los monstruos que engendra el sueño de la razón. Junto al león alado de San Marcos, la figura helenística de un guerrero sobre un cocodrilo representa al patrón originario de Venecia, San Teodoro, en su pugna con el dragón, y esta imagen del protector de los ejércitos bizantinos serviría quizá como emblema alternativo del necesario enfrentamiento de los arquitectos con las quimeras de su imaginación.


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