Ciencia y tecnología 

Nano-aerogel en arquitectura

Humo congelado

Eduardo Prieto 
28/02/2013


Como el de tantos materiales, el descubrimiento de los aerogeles se debe a una apuesta o, mejor, a una serendipia. En 1930, el ingeniero químico Samuel Stephen Kistler, tras ser retado por un amigo a extraer el líquido de un tarro de mermelada sin que el volumen de este disminuyera, encontró un modo general de sustituir por gas el líquido de un compuesto, usando como base diferentes materiales, como la sílice, el estaño o la alúmina. Este fue el origen del posteriormente llamado ‘aerogel’ —conocido vulgarmente como ‘humo congelado’ o ‘azul’ debido a su color y su carácter translúcido—, que es, como su nombre indica, propiamente un gel, es decir, una sustancia coloidal (sólido-líquida) formada en un 99,8% por aire. De ahí la extremada ligereza de los aerogeles: tres veces más densos que el aire, pero mil veces menos densos que el vidrio común.

Dada su constitución química, los aerogeles son asimismo sustancias extremadamente resistentes (capaces de soportar algo más de mil veces su propio peso) y con un coeficiente de transmisión térmica muy bajo, a pesar de ser prácticamente transparentes. Además, los aerogeles se pueden laminar en secciones muy finas, por lo que el campo de sus potenciales aplicaciones tecnológicas es muy amplio: como material superaislante en ropas especiales y como escudo térmico en aviones o cápsulas, o incluso como parachoques de automóviles, pues son capaces de amortiguar la intensidad de los golpes hasta en un 89%.

Desarrollados hace varias décadas, los aerogeles tradicionales están hechos con una base de espuma de sílice, lo que abarata considerablemente su precio —la sílice se extrae de la arena común— aunque, en contrapartida, se resienta su consistencia, pues la sílice los vuelve frágiles y quebradizos. Esto explica por qué, para las aplicaciones arquitectónicas, los aerogeles acaban presentándose en forma de nanoaerogeles (no confundir con los nanogeles de la biología celular) formados por partículas que se utilizan como relleno de paneles transparentes o translúcidos de materiales más convencionales, como el policarbonato celular, la resina de poliéster o el vidrio, dando lugar, por ejemplo, a los conocidos productos comercializados por Cabot (paneles con un U de hasta 0,54 W/m2 K, lo que supone una reducción de 1 W/m2 K con respecto a un panel convencional del mismo espesor) o por Roda (paneles multicapa de policarbonato con un U=0,48 W/m2 K para un espesor de 5 centímetros).

Combinadas con estos materiales, las espumas de sílice dejan de ser frágiles, sin perder sus propiedades térmicas. Podrían así mejorar la capacidad aislante de los cerramientos, reduciendo sustancialmente su espesor (1 centímetro de aerogel equivale a algo más de 3,5 de fibra de vidrio) y haciendo posible al cabo el ideal de transparencia y ligereza propio de buena parte de la arquitectura contemporánea.

Sin embargo, el coste de estas soluciones y las limitaciones de su aplicación han alentado nuevas investigaciones cuyo fin es reducir, de raíz, la fragilidad de los aerogeles, modificando su configuración molecular gracias a la incorporación de polímeros convencionales, o de poliamidas, que refuerzan las redes de sílice que se extienden a lo largo de la estructura del aerogel.


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