Historia abreviada de la cocina

El fuego vuelve al centro

Luis Fernández-Galiano 
28/02/2018


Studio Olafur Eliasson, The Kitchen

En la casa, el fuego cocina y calienta: la preparación del alimento y el confort térmico se enredan inextricablemente en los orígenes de la arquitectura, y el protagonismo del fuego del hogar trenza en un solo relato la historia primera de la cocina y la calefacción. Ese itinerario común comienza a desanudarse pronto, y se bifurca definitivamente con la modernidad, desplazando el mítico fuego central a la periferia doméstica, bien como cocinas especializadas y segregadas, bien como sistemas ocultos de calefacción. Pero la popularidad contemporánea de la gastronomía y los chefs ha hecho del cocinar una actividad de ocio, devolviendo los espacios del alimento al centro de la casa. 

Del encuentro de la arquitectura y el fuego ya me ocupé en el primer capítulo de El fuego y la memoria, explorando el espacio térmico en el último capítulo de ese libro, y adelantando algunas ideas sobre el actual laberinto gastronómico en ‘How Did Food Get So Big? Ten Sketches’ (Log 34 y Arquitectura Viva 175), escrito para la Expo Milano 2015, que tuvo ‘Feeding the Planet’ como ambicioso lema. Cartografiando el tronco común y sus dos ramas técnica y culinaria, conviene quizá extender esta última describiendo con algún detalle el tránsito de la cocina mecánica de la primera modernidad a la difusión de la cocina recreativa que ha vuelto a colocar la preparación del alimento en el corazón de la vivienda. 

Los ‘doctores en humos’ de los siglos XVII y XVIII, especialistas en el diseño de chimeneas como los franceses Louis Savot y Nicolas Gauger, el estadounidense Benjamin Franklin o el angloamericano Benjamin Thompson, se tratan someramente en El fuego y la memoria. Pero quizá conviene recordar aquí que el último eslabón de esta cadena de iniciación, el científico del calor Thompson, también conocido como conde Rumford, construyó alrededor de 1800 la primera cocina continua de mostrador, una compacta U de ladrillo con huecos para ollas que ofrecía mayor seguridad y un menor consumo de combustible respecto a los seculares fuegos abiertos. 

La cocina del conde Rumford, c. 1800

Reformadoras domésticas

Siendo importantes las aportaciones de todos ellos a la mejora de la combustión y al perfeccionamiento del empleo arquitectónico del fuego, el papel pionero en la racionalización de las cocinas domésticas corresponde por derecho a la formidable Catherine Beecher, una pedagoga estadounidense de familia abolicionista —su padre y sus dos hermanos, todos ellos clérigos, lo eran, y su hermana Harriet es sobre todo conocida como autora de La cabaña del tío Tom—, que defendió vigorosamente la educación de la mujer y la simplificación de las tareas domésticas, y que con su A Treatise on Domestic Economy de 1842 propuso una reforma de los espacios y el mobiliario de las cocinas inspirada por el diseño ajustado de estas en los barcos o en los trenes.

Catherine Beecher

Tras las propuestas de Beecher a mediados del siglo XIX, y al margen de las mejoras técnicas en los hornos o placas de los dispositivos para cocinar, la siguiente gran transformación en la arquitectura de la cocina tendría lugar en el periodo de entreguerras del siglo XX, coincidente con la extensión de las redes de agua, electricidad y gas, y el crecimiento de la industria alimentaria. Las protagonistas serían cuatro mujeres, de nacionalidades y profesiones diferentes, pero fascinadas todas por la racionalización de los procesos productivos que había popularizado el ingeniero y economista estadounidense Frederick Winslow Taylor, cuyos estudios sobre la organización científica del trabajo marcaron a toda una generación. La más temprana y acaso la más original de estas reformadoras domésticas fue la publicista estadounidense Christine Frederick, que aplicó los principios de Taylor al diseño de las cocinas, realizando multitud de experimentos en su propio domicilio neoyorquino y exponiendo a partir de 1912 los resultados en el Ladies’ Home Journal, la influyente revista donde también publicó sus proyectos Frank Lloyd Wright. Recopilados el año siguiente bajo el título The New Housekeeping, y complementados con el Household Engineering de 1919 (que reúne los materiales de un curso por correo), los textos de Frederick popularizarían el taylorismo doméstico —y la obsolescencia programada, que defendía como ‘despilfarro creativo’— en América y en Europa, donde serían leídos con avidez por las vanguardias. 

La más devota seguidora de Frederick en Europa fue la periodista francesa Paulette Bernège, que promovió el movimiento de las Ciencias Domésticas en su país, publicando en 1928 De la methode ménagère, un libro que pese a su difusión tuvo poca influencia en las agencias gubernamentales que regulaban la vivienda y promovían alojamientos sociales. Fruto quizá de su desilusión con la cofradía masculina de los arquitectos con poder fue su folleto del mismo año Si les femmes faisaient les maisons, donde preconizaba la difusión de aparatos como la lavadora o el aspirador para aliviar el trabajo doméstico, adelantándose de forma pionera a formas de vida que sólo se harían realidad después de la II Guerra Mundial, cuando la expansión económica y la reducción del servicio promovieron la mecanización de la casa, y en ella de la cocina. 

En contraste con Francia, la Alemania de Weimar —que ya había alumbrado en esa ciudad la cocina modelo diseñada por el ceramista y monje benedictino Theodor Bogler, en el marco de la celebrada Haus am Horn, construida para la exposición de la Bauhaus de 1923 por el pintor y profesor de la escuela Georg Muche—dio ocasión a que se materializase la más brillante expresión de la cocina taylorista, y su autora fue la arquitecta austriaca Margarete Schütte-Lihotzky, que inspirándose en las cocinas de los pullman tanto como en los diagramas de Frederick que había reproducido Bruno Taut, y en el marco del equipo de Ernst May, diseñó en 1926 la celebérrima ‘Frankfurter Küche’, un modelo interminablemente admirado e imitado, haciendo de la arquitecta vienesa un mito vivo —que se prolongó hasta su muerte en 2000, pocos días antes de cumplir 103 años—, al haber sabido trenzar su biografía personal con su trayectoria política revolucionaria, que la llevaría de la resistencia comunista al régimen nazi y la cárcel hasta la militancia urbanista en la Unión Soviética de Stalin.

El laboratorio doméstico de Christine Frederick en Nueva York desarrolló la cocina taylorista, que se extendió a Francia con Paulette Bernège, mientras en Alemania la Haus am Horn de la Bauhaus abría otro vía reformadora.
La vanguardia germana propueso una renovación radical de la vivienda, y en ella de la cocina, que alcanzó con la célebre Frankfurter Küche de la arquitecta Margarete Schütte-Lihotzky su ejemplo más admirado. 

La cuarta figura de este grupo de reformadoras domésticas es otra estadounidense, la eminente psicóloga californiana Lillian Gilbreth, que pese a ser la mayor de las cuatro es la que más tarde ingresa en el relato, porque habiendo dedicado la primera etapa de su carrera a la ingeniería industrial —aplicando métodos tayloristas para mejorar la eficiencia productiva— sólo se acercó a los temas domésticos tras la muerte de su marido en 1924. Tres años después publicó The Homemaker and her Job, donde aplicó su experiencia ergonómica y su creativa fusión de la psicología con la organización científica del trabajo a la economía de la casa y al diseño de las cocinas, introduciendo numerosas innovaciones —de los cubos de basura con pedal a las bandejas de la puerta en los refrigeradores— hoy adoptados de forma universal. Madre de doce hijos, dos veces doctorada, asesora de numerosos presidentes —de su amigo Herbert Hoover en adelante— y de innumerables empresas, Gilbreth prefirió delegar las tareas de cocina en el personal de servicio, como tantas otras de estas reformadoras, comenzando por la autora de la cocina de Frankfurt, que aseguró no haber cocinado nunca antes de diseñarla: «En casa en Viena cocinaba mi madre, y en Frankfurt íba al Wirthaus», para explicar que su proyecto se había realizado únicamente con instrumentos de la disciplina arquitectónica, y no como producto de experiencias personales. 

Del funcionalismo a la fruición

La cocina funcionalista gestada por estas reformadoras de entreguerras, cuya mecanización taylorista promueve sobre todo la simplificación del trabajo doméstico, se promueve en la década de 1930 a través de las revistas de arquitectura, los fabricantes, la publicidad y gobiernos como el estadounidense de Roosevelt con su empeño en la electrificación de la casa y la cocina, usando medios de difusión que no excluyen el cinematográfico. Pero para su extensión generalizada habrá que esperar a la reconstrucción económica posterior a la II Guerra Mundial y al boom del consumo en la década de 1950, cuando la cocina y sus electrodomésticos se convierten en objeto de deseo y símbolo de estatus. El famoso ‘debate en la cocina’, que enfrentó al entonces vicepresidente de Estados Unidos Richard Nixon y al premier soviético Nikita Jruschov en la cocina del stand de General Electric en la Exposición Americana de Moscú de 1959, permitió concebir la posibilidad de trasladar la competencia armamentística y nuclear entre las superpotencias de la Guerra Fría al terreno más amable de los bienes de consumo, y la cocina puesta como ejemplo por el californiano Nixon del bienestar que el capitalismo podía suministrar a las masas sería —pese a los sarcasmos de Jruschov— replicada pocos años después en la Unión Soviética, evidenciando así la victoria universal de la cocina moderna. 

El debate de la cocina entre Khruschev y Nixon en el GE stand de la Exposición Americana en Moscú, 1959

Pero la asociación de la cocina con el consumo bulímico de alimentos industriales y con la servidumbre doméstica de la mujer —que ya había tenido antecedentes críticos como el movimiento de las casas sin cocinas— suscitaría pronto censuras intelectuales y artísticas como las del pintor Tom Wesselmann en los años 60 o la fotógrafa Laurie Simmons en los 70, poniendo en cuestión esa arcadia consumista. 

En las últimas décadas, la cocina mecánica y segregada en la que se enclaustra al ama de casa trabajadora o burguesa —una jaula de oro de gadgets rutilantes— ha dejado paso a la cocina que se funde con el comedor para ocupar el centro de la vivienda o el lugar de trabajo: una cocina recreativa que celebra el acto de cocinar y homenajea los sentidos, promoviendo la comida como una ceremonia comunitaria. Ese es el hilo conductor que une las experiencias en los años 80 del tipógrafo, diseñador y cocinero alemán Otl Aicher con las del artista nórdico Olafur Eliasson en este siglo, y que se extienden desde Die Küche zum Kochen de 1982 hasta The Kitchen de 2016: un tránsito feliz que ha rescatado el alimento de la preparación mecanicista y a la cocina de la ostentación electrodoméstica, volviendo a situar al fuego en el centro de la casa y de la vida. 


Ampliamente publicitada, la cocina funcional fue censurada como consumista por artistas como Tom Wesselmann o Laurie Simmons, mientras Otl Aicher y Olafur Eliasson han defendido una cocina sensorial.


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