La ciudad no son los edificios, es la gente. Su material de construcción no es el acero o el hormigón, el vidrio o el ladrillo; son las vidas plurales de quienes la habitan, sus necesidades y sus demandas, sus deseos y sus sueños. Sin embargo, esa coreografía social de actividades y propósitos requiere escenarios arquitectónicos que le sirvan de marco o de cobijo, y el entorno urbano modelado por las intervenciones sucesivas condiciona la expresión espacial de esas pulsiones colectivas. Como tantas veces hemos repetido desde que lo dijera Winston Churchill, «we shape our buildings, and thereafter they shape us». Por eso, los mejores escenarios urbanos son sin duda aquellos que, sin renunciar a conformar la sensibilidad y la mirada de los que los usan, se ponen sobre todo al servicio de la vida, procurando facilitar su despliegue fértil con formas arquitectónicas que alberguen e interpreten esa representación comunitaria donde se enredan una multitud de trayectos singulares.

Oscurecidas por la crisis las arquitecturas de la opulencia de las últimas décadas, experimentamos hoy un retorno a las ideas más fecundas de los años sesenta y setenta, cuando la combinación de racionalidad técnica y obras de autor que marcó la posguerra fue reemplazada por una mayor conciencia sociológica y urbana. En mi anterior vida como editor de libros publiqué en 1977 la versión española de una obra de Ulrich Conrads aparecida originalmente en 1972, Architektur: Spielraum für Leben, y he vuelto a leerla ahora sorprendiéndome de su absoluta actualidad. El entonces director de la revista Bauwelt compuso un libro eminentemente gráfico —probablemente inspirado por The Medium is the Massage, la obra de Marshall McLuhan que desde su aparición en 1967 marcó a mi generación— que hace honor a su título, Arquitectura: escenario para la vida. Curso acelerado para ciudadanos, y me pregunto si ese curso acelerado no convendría también a los propios arquitectos.

En él, tras describir la ciudad como expresión material de la vida social, Conrads propone un lacónico manifiesto reformista, «Los ciudadanos adultos exponen cinco medidas urgentes», que anoto aquí telegráficamente: construimos para los niños y los ancianos; introducimos la expropiación temporal; limitamos las zonas de vehículos; establecemos nuevas normativas de vivienda; construimos edificios públicos ‘abiertos’ y multifuncionales. Cuatro décadas después, ese modesto programa sigue en buena medida pendiente. Tras la primavera árabe, la española de los jóvenes ‘indignados’ ha mostrado la eficacia de los escenarios urbanos para servir de cajas de resonancia de la protesta civil, legítima y necesaria como revulsivo ante un sistema esclerótico; pero más allá de esta estimulante excepcionalidad, si de verdad creemos en la arquitectura y la ciudad como escenarios de la vida cotidiana de las gentes, los ‘ciudadanos adultos’ (y los arquitectos) tenemos mucho trabajo por delante.


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